Bildung-Umbildung

La ciudad, escribe mi maestro Xavier Laborda, es “un modelo local del espíritu del individuo; por su parte, Kevin Lynch –entre otros–, el gran urbanista de Chicago, señala (en su Teoría de la forma de una buena ciudad), que la ciudad es un discurso y que el discurso es un lenguaje: o sea que se puede leer, que es más o menos legible. El filósofo Habermas, en su crítica a la propuesta de que existe tal cosa como un posmodernismo, discierne sobre cómo el ciudadano habita y lee la ciudad (el espacio habitado y el espacio practicado). Luego Barthes señala; Derridá asegura; Greimas propone; Van Dijk sentencia…

Salvando todas las explicaciones, que no vienen a cuento en este espacio (y casi en ninguno), se trata de pensar la ciudad como un sistema de signos articulados y más o menos legibles; no como un ejercicio de teóricos ociosos, sino como parte de los esfuerzos por hacer nuestras ciudades más habitables.

¿Y esto a quién le importa?

En teoría debería importarles a los urbanistas, a los cartógrafos, a los diseñadores de políticas públicas (movilidad, vivienda, salud pública), los sociólogos, supongo que a los alcaldes –aunque esto es ya mucho pedir–, a los responsables del ordenamiento territorial, y muchos otros más. Por lo pronto les importa menos que un rábano, a los estudiantes de arquitectura que tengo enfrente y a los que les explico qué es eso de la Equística –hay quienes lo escriben con equis, para resaltar que estos asuntos novedosos se estudian desde la Grecia antigua–, que es algo así como el estudio de los asentamientos humanos.

Y aquí, para mis adentros: ¿a quién diablos se le ocurrió construir una ciudad aquí?

Intentando un poco de atención muestro planos aéreos de nuestras ciudades coloniales: sus zócalos, en torno a los cuales se manifiesta el poder, los palacios de gobierno, las alcaldías, las catedrales, la banca. Nada.

Les hablo de estructuras manifiestas de poder; de plantas que pueden leerse en términos de jerarquías y de marginación; de ciudades reticulares y radiales; del París que se expande como un sol, siguiendo el plan del Barón Haussmann; algo les mueve la curiosidad el asunto de Venturi y Las Vegas (o Disney World); un poco más cuando hablo de Nuestra Señora de París, de Hugo (ya saben: la gitana, el jorobado y el malvado del archidiácono), como modelo para las hoy vigentes políticas de conservación del patrimonio arquitectónico.

Pero al fin, viendo el reloj con inquietud, esperan a que termine la sesión –la monserga–, y marcharse a aprender cosas de las que dejan dinero, que es lo que les interesa. Y hacen bien.

Yo me vuelvo a casa y entretengo parte de mis tardes, releyendo de Ricoeur, a Cassiere, a Barthes, al mismísimo Venturi, preguntándome también sobre este empeño en devanarse los sesos con asuntos de tanta importancia, pero de tan poco interés: en definitiva no, escarbar y reescarbar en las teorías de McLuhan, no me va a sacar de pobre y sí, en cambio, va a acentuar la creencia que tienen mis conocidos de que hace muchos años perdí el norte (creencia, por lo demás, totalmente cierta).

Lo que pasa es que escribo, junto a mi hijo, que heredó esta manía mía por los conocimientos complejos, pero generalmente inútiles (aunque donde está él estos asuntos suelen tomarse en cuenta), una monografía sobre… Sobre estos asuntos, lo que ya me hacen gracia, porque siquiera podemos hablar de tópicos y asuntos que nos son comunes, de marcos teóricos más o menos compartidos, y del asunto ese de la posmodernidad, que ninguno de los dos es que nos convenza mucho (él habla de Bauman y de la modernidad líquida; yo de Habermas y sus censuras). Lo hacemos con gusto y sin el temor de que estos temas provoquen que nuestro interlocutor se nos quede viendo con cara de que están tratando con un orate.

El escuincle ya hasta me corrige: «Cuidado con eso que dices del posmodernismo como una expresión neobarroca, –me para en seco–; piénsalo más en términos de una arquitectura historicista.»

A él estos ejercicios le sirven como parte de su desarrollo académico y en una de esas le labran un futuro; yo lo hago para acompañarle, para ir a fastidiar a alumnos que están pensando en hacer departamentos y hacerse millonarios –y no quieren distracciones de esta naturaleza– y porque siempre es mejor entretenerse subrayando un libro de Baudrillard, que tirarse a la bebida o ver series de Netflix.

Abur.

Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.

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Agustín Morales
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Agustín Morales, Opinión, Columnista BI

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