Después del diluvio

Imagen remotísima: una muerte (casi) inexplicable.
Llanto en casa de la abuela Mercedes. Ojos enrojecidos, sollozos ahogados, algún gemido que se escapa. ¿La razón? Había muerto el tío Pablo en un inusual accidente.
Pasó en Guadalajara.
Del tío Pablo, que murió cuando yo tenía cuatro o cinco años, tengo apenas unas imágenes en sepia en algún rincón, lleno de polvo y telarañas, de la memoria. Un señor alto, elegante, engominado, con uno de esos bigotillos a lo Emilio Tuero, que se estilaron en tiempos idos. Un par de veces, quizás más, le veo, altivo pero amable, con su traje perfecto de tres piezas, en el comedor de la calle de Grecia, la casa de los abuelos Emilio y Mercedes, su hermana. Algo le sonaba musical en mi nombre y me cantaba aquello del Corrido de Agustín Jaime (el que bajaba y subía). ‘Agustín bajaba, bajaba a caballo…’
Pues ese señor, que marchó de este valle lacrimoso hace más de medio siglo, que ya es un contar, circulaba en algún auto de su propiedad –imagino uno de esos Packard, un Studebaker, aunque esto ya son figuraciones mías–, por las calles de Guadalajara, cuando a su paso estalló una alcantarilla: gases acumulados en el drenaje, la explosión, el impacto justo debajo de él y poco más recuerdo. No sé si murió en el acto, en la ambulancia, en un hospital tras una corta agonía: murió y hasta allí el recuerdo.
Es la única persona que conocí y el único caso de una muerte de esas características. Desde entonces para mí una simple alcantarilla es un arma potencialmente mortal.
Luego está lo de los ahogados. Yo conozco, incluso, personas que han sido tragadas por hipopótamos en Sudáfrica, pero ninguna persona que haya muerto por ahogamiento; aunque yo alguna vez estuve a punto de morir de esa fea forma –que me aterra especialmente–, pero no por una inundación, una riada, o una congestión en una presa: fue una reacción alérgica, por culpa de un trozo de bonito del Cantábrico, en un restaurante de Oviedo.
Una historia larga, que no viene a cuento, salvo porque la sensación de quedarse sin aire es espantosa. Algún día, o no, ya contaré aquel episodio.
El asunto es que a mí esto de las inundaciones me causa un terror atávico, sobre todo cuando leo que las inundaciones recientes ya causaron al menos cuatro víctimas mortales (sigan echando pavimento y pasándose por donde les plazca la Ley de Aguas); de tal manera que si no tengo a nada que salir, soy de los que prefiero ver llover sin mojarse. Por lo demás, no soy precisamente un enamorado de los días lluviosos y demasiadas jornadas de precipitaciones me suelen dejar deprimido.
Sin embargo el sábado pasado, cuando el cielo comenzó a pegar bramidos, salí de casa, tomé mi auto –mi teletransportador tiene el defecto de no funcionar, y no existir–. No me había alejado tres o cuatro calles de casa cuando comenzó a diluviar; un tramo más tarde, apenas dos minutos después, las calles era, en el mejor de los casos, lagunas y, en el peor, ríos impetuosos.
No quiero abundar en los escalofriantes momentos y el miedo que pasé en algunas intersecciones, temiendo ser noticia: Iba a hacer un programa de radio y pereció en el intento: su cochecito apareció en un meandro del Río Lerma.
Como sea llegué a las inmediaciones de las estaciones; precavido como soy –salí una hora antes al escuchar los truenos–, estaba allí, en la calle de Hospitalidad, esperando que la lluvia amainara para cruzar Morelos, que era una sucursal del Misisipi; guardaba prudente distancia porque los autobuses urbanos pasaban como bólidos, mojando a cualquiera que osara estar por la acera: todo un símbolo de la proverbial urbanidad de los conductores de los ídem. Así estuve hasta que vi que quedaban justo diez minutos para comenzar el programa; había que tomar una decisión. La tomé: me quité los zapatos (50 años o más que no me veía en tal trance), me subí los pantalones hasta las rodillas y crucé ese río de aguas inmundas descalzo.
No tengo espacio ya, pero me limitaré a decir que me atravesaron todos los terrores: un cardumen de pirañas atacándome, una rata mordisqueándome, una infección letal en la piel, ser tragado por una alcantarilla asesina… Mi vida, que no es para presumir, pero ha sido pródiga en acontecimientos (de los buenos, de los malos y de los peores), me pasó por la mente, en ese breve tramo que crucé, digamos, en veinte segundos. Lo demás fue recuperar el tipo, hacer el programa (seguro tartamudeando), y volver a casa cuando las aguas habían bajado.
Abur.

Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.

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Agustín Morales
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