¿Ha olvidado usted su contraseña?
Pereceremos bajo el ciego y cruel accionar de la tecnología. He dicho.
¿Cuántas contraseñas tiene usted? Alguien me dice, así por la cara: «Pues lo que es yo, tengo la misma contraseña para todo».
Parece sencillo, pero ante el inminente riesgo de los criminales cibernéticos, los fraudes, los suplantadores, los ladrones de identidades y otras plagas bíblicas, los expertos recomiendan, hasta donde entiendo: usar contraseñas complejas, no repetirlas nunca, no anotarlas en ninguna parte. Es un decir: estamos jorobados y bien jorobados.
Yo de niño tenía un nombre –en realidad dos– y dos apellidos. El número de teléfono de casa, el de los abuelos (el 22-21), de algún amigo, eran de cuatro dígitos. Ya en el bachillerato, cosas de “simplificación administrativa”, pasé a ser, para efectos de trámites, calificaciones y esas cosas, el 23-32 (grupo y número de lista); en la universidad, por allí de principios de los años 80 del siglo pasado (¡del milenio pasado!), ya mi número de matrícula, indispensable para todo procedimiento, era de seis dígitos. Una pasada.
Ahora, el que más o el que menos tiene –una lista de bote pronto y somera–, una CURP, una clave de elector, un registro de contribuyentes, una contraseña fiscal, un teléfono celular de diez dígitos (¿se sabe el número de su señora madre?), una, dos o tres tarjetas (débito, crédito, Tarjeta del Bienestar, jajaja), varias claves bancarias, varios números PIN para los cajeros, la clave de acceso a su computadora, la contraseña para…
Una verdadera locura.
Una pregunta a la banda macabra que inventó este pandemonium: ¿qué nos pasará cuando nos falle la memoria? ¿Qué será de los infelices que sufran amnesia? ¿Qué hay ante el avance de las enfermedades neurodegenerativas que hacen que el enfermo no se acuerde ni de su nombre? Acabo de tener una visión del Apocalipsis: una secta de degenerados que creen un rayo para borrar la memoria de sociedades enteras y apoderarse de su dinero, el control de sus dispositivos, sus membresías, sus cuentas de Amazon…¡De nuestras vidas!
Amén de mis ya demasiadas y excesivas claves, ahora lidio, cosas de la ‘posmodernidad’ educativa con cuentas de plataformas de enseñanza, bibliotecas virtuales, foros a distancia, registros académicos, servicios de verificación contra plagio y uso de Inteligencia Artificial.
Así, para no abundar en esta molicie, el viernes, que iba a dedicar la tarde entera a un cursillo de inducción, olvidé el password con el que acceso a mi ordenador y que es el mismo desde hace diez años. No sé si fue un síntoma temprano de que me estoy quedando gagá, un lapsus de la memoria o un rayo cósmico que me cruzó por el cerebro, pero me pasé tres, cuatro horas intentando recordar. El hecho me resultó angustioso por varios motivos: uno porque tenía la obligación de completar el cursillo; dos, porque en este ordenador tengo documentos, fotos y testimonios que son parte de mi memoria (que parece que ya no es lo que era antes); tres, porque yo vivo de lo que hago allí dentro (allí tengo ensayos, relatos, artículos, un par de novelas, amén de que en este cachivache redacto estas líneas, organizo los guiones de los programas de radio, imparto clases…)
Me salía a dar largos paseos, a fumar, a tomar aire, buscando un rayo de iluminación, sin éxito; ví un par de docenas de tutoriales para poder acceder y cambiar las contraseñas: todos inútiles. Avanzaba en alguna dirección y la máquina, que seguramente se siente explotada y clama venganza, me volvía a pedir la clave olvidada.
La recuperé, cuando me daba por vencido y decidí apagar el computador, encomendarme a San Martín de Tours, a Santa Atanasia, o al santo patrono de los amnésicos repentinos y los desesperados cibernéticos, y ver qué podía hacer el día siguiente. Un último intento, un rayo en el interior del meollo, y ¡anda tú!, que el asunto funcionó. Strike one.
La noche de anoche, ya para dormir, recordé que tenía que hacer un pago bancario en mi teléfono móvil. Salí de la cama, para no incurrir en ese nuevo pecado capital que llaman procrastinar (acúsome de haber procrastinado: qué feo suena), y, ¡otra vez!, no me pude acordar de cómo acceder a la aplicación. Hice lo que me pidieron para recuperar la contraseña (incluidas fotos de mi credencial INE y jaculatorias de todo tipo), para recibir la orden: acuda a su sucursal y ruegue a los cielos.
La joven que me atendió, toda amabilidad –debo admitirlo–, me miró con un dejo de lástima, como se debe ver a los que un día fueron príncipes y por un golpe del destino se convierten en parias: parias digitales.
Abur.
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