Hablando de asuntos prehistóricos
Ahora que están de moda, otra vez, los dinosaurios (y, al parecer, las renuncias a MORENA), y luego de profundas reflexiones, debo admitir que soy uno de ellos. Pero no, no nos confundamos, los de aquel extinto PRI reconvertido (toco madera y mis pantanos no son de esos), sino una antigualla en esas peliagudas cuestiones de los artefactos que nos trajo la posmodernidad: un ente tan abstracto –y abstraído, supongo–, como lo que se hace llamar la Cuatro Te.
Hace unas semanas contaba las cuitas que sufro, junto con media humanidad, con el luciferino asunto de las contraseñas, los pines, las claves de acceso y otras marcas que nos trae la vorágine tecnológica; hoy tengo que reconocer, sin embargo, que desde hace años tengo en mi viejo ordenador –donde escribo esto– y en una tableta de mediana edad, mis instrumentos de trabajo –y casi de supervivencia–, que son a mi lo que el azadón es al campesino y el martillo y el serrucho al ebanista.
Pasa que en mi regreso a clases, junto a un grupo, en general dedicado y comprometido, de doctorandos en Educación (colombianos todos, todos alumnos tan remotos como remota es Colombia), pedí dar clases, por aquello de sacudirme la polilla, a un par de grupos de aspirantes a arquitectas y arquitectos, que son todos miembros de eso que llaman la ‘generación Zeta’.
Dos semanas y días llevo conviviendo con ellos y sintiendo que cada nueva generación está más alejada de la anterior; me escuchan –unos con atención, los más con pasmo– y me siento una especie de Diplodocus perorando en un lenguaje que les resulta tan sorprendente como desconocido.
Lo fácil, que no lo mejor necesariamente, es decir que en la media docena de sesiones de dos horas que estoy con ellos, he concluído que, a mí entender, no tienen ningún interés manifiesto en ninguna cosa. No ven televisión, no les interesa el cine, los deportes profesionales parecen importarles lo mismo que los indicadores de cada mañana del índice Nikkei o la invasión de Rusia a Ucrania, pues ni siquiera saben que existe una Rusia, una Ucrania, por no hablar de que ni siquiera parecen conocer que existió un Imperio Zarista, la URSS, la Perestroika, el Muro de Berlín.
Pero eso es lo fácil; lo difícil es saber qué es lo que les interesa en la vida, en el entendido –y la certeza– de que algo debe importarles y que si son la generación peor instruida de la historia reciente, es porque la pedagogía está en sus horas más bajas desde tiempos de Gutenberg, las escuelas básicas y medias están haciendo un pésimo trabajo y que las redes sociales los saturan de información desechable.
Yo, en mi intento de cumplir mi obligación de enseñarles algo –cualquier cosa– y en mis afanes de entender qué pasa por su cabeza juvenil, les cuento historias fantásticas, tratando de mover su curiosidad (que supongo que alguna tendrán), por ejemplo que cuando yo era niño las computadoras mal multiplicaban seis por seis, ocupaban enormes salones refrigerados y que había una veintena en el mundo. Los ojos se les ponen como platos cuando les cuento que la primera computadora que vi en mi vida, la vi en casa de una amiga ricachona y ya estaba cursando el tercer grado del bachillerato: tenía casi su edad.
Hace unos días leímos en clase un capítulo de Nuestra Señora de París, de Hugo, donde el narrador habla de una desaparecida plaza gótica de París y supongo que apenas distinguen los tiempos de los godos que los tiempos, de mi niñez, cuando no existían ni celulares, ni la Internet, ni el TikTok; tiempos en que creíamos que los marcianos nos invadirían, que un teléfono en casa era un signo de distinción, que ver pantallas parpadeantes y verdosas era tener televisión a color, que Chabelo era eterno y que el PRI sería invencible por los siglos de los siglos (está última creencia fue la única que se confirmó al paso de los años).
Seguro me ven llegar y se dicen, por lo bajo: ahí viene el cavernícola.
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