Haciendo cuentas
No sé si alguna rancia publicación todavía estile eso que era un uso común para estas fechas de cambio de calendario (¿ya les dieron su almanaque de La Tortillería La Flor del Huitlacoche?): la de presentar a un viejo decrépito, hora sí que en las últimas, con un listón con la cifra del año por caducar, junto a un rollizo bebé con otro listón, éste con la cifra del año por comenzar, que se presentaba junto con los resultados de la Carrera de San Silvestre.
Agonizaba, por usar la misma figura, el año de 1975 y nacía el de 1976, lo que entre otras cosas significaba que se acababa la terrible experiencia del echeverriato, que habría “tapado” y elecciones, lo que visto a toro muy pasado significaba de que pasábamos de Guatemala a Guatemala (a Guatepeor, imposible); que pronto vendrían los Juegos de Montreal; que se preparaba ya el golpe contra Isabelita, en la Argentina; que como el año viejo Mao estaba ya en las últimas y etcétera.
Por la pura arbitrariedad de que un día estamos en tal año y al otro en el siguiente (que los musulmanes celebran en otras fechas, los judíos en una distinta, los chinos también y etcétera), llega la molicie de las fiestas de año nuevo, las inefables (e incumplibles) listas de propósitos, el atragantamiento de uvas y la tan obligada, como innecesaria, reflexión de lo logrado, lo no conseguido, los haberes y los deberes y toda esa cháchara.
Como de gregario no tengo un pelo, es menester decir que no me voy a encerrar en un espacio silencioso, no voy a encender velas, no voy a comer uvas, ni barrer la casa (mi casa se barre cada día) y menos a ponerme a hacer esa lista mental de lo conseguido y lo por conseguir, de los momentos estelares y las horas bajas; como todos los años veré las campanadas de la TVE, me daré una comilona en solitario, me beberé un par de copas de vino, veré el resumen del Concierto de Viena (que estoy de la Radetzky hasta la mismísima coronilla) y me iré a dormir como cualquier día, eso sí sabiendo que comienza mi período anual de 3 a 4 meses de abstinencia dipsomaniaca, que es una tradición que hago no en aras de enmienda, sino por motivos de pura prevención.
Asó que las cuentas del 2025 se limitarán a estos apuntes, cuanto más breves mejor.
Para empezar debo decir que sobre las pérdidas, a mí este año no se me perdió nada: casi todo lo que podía perder se me fue en el hórrido año de 2020. Ya es ventaja que este año haya podido conservar los trabajos que tengo.
Sobre lo logrado, so riesgo de que se les haga poca cosa, no pienso abundar; quizá mi tercer año consecutivo ganando una competencia atlética, el finiquito de cuatro tesis doctorales que dirigí; evidentemente los libros que leí, entre los que destaco casi todo lo que cayó en mis manos de Fossé, un par de divertidísimos libros de Gueorgui Gospodínov, unos programas de radio-televisión que hice en España entre mayo y junio, y paro de contar. Hablaría de la graduación de maestría de mi hijo, que me llena de orgullo, pero es mérito completo de él y no mío.
Sobre lo no conseguido y los fracasos, podría decir que éste año no aprendí a declinar en eslavo, no acredité ningún grado en el endemoniado idioma jemer de Kampuchea, no me compré un Maserati, no fui tampoco a cazar elefantes a Namibia, no descubrí la fórmula de un sustituto del velcro (más barato, más efectivo y además ecológico) que me diera fortuna y fama internacional, ni fui siquiera nominado al Premio Nobel de Economía. Todo lo anterior por la sencilla razón de que nada de lo anterior estaba entre mis planes y que no soy ni inventor y menos economista.
Ya diría alguno de mis malquerientes: este fue otro año en el que no me dieron no sé qué premio de poesía –al que no me volví a presentar, porque creo que sí escribí dos poemas (más bien malos) en todo el año fue mucho.
Sobra decir que no me hice amigo de Elon Musk, ni miembro de un grupo de choque al servicio de Max Arriaga y mucho menos parte de la porra del Atlético de San Luis.
Sobra decir que en el 2026 tampoco lo intentaré con las declinaciones, con el jemer, y menos con los pobres elefantes, que a mí nunca me han hecho nada malo. Lo del Maserati es obvio, aunque sí mis servicios a la conciencia pública son de mérito para alguien como el señor Salinas Pliego o Slim, tampoco les voy a rechazar un regalo que venga como justo (justísimo) reconocimiento. Lo del Nobel y el premio de poesía lo doy por perdido: ni voy a estudiar quiromancia, ni estoy muy católico con eso de invocar a las musas.
Dicho todo lo cual, no me queda sino desearle que tenga un 2026 como a usted le venga en gana y como lo permitan las fuerzas del destino.
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