Impuestos del crimen: extorsión cotidiana en tiempos de “seguridad”

En muchas regiones del país, hay una violencia que no hace ruido. No deja cuerpos en las calles ni provoca persecuciones espectaculares. No aparece en los encabezados, pero está ahí, erosionando lentamente la vida cotidiana, especialmente la de comerciantes, transportistas, tianguistas y familias trabajadoras. Me refiero a la extorsión: ese chantaje que impone miedo, despoja ingresos y ejerce control a través del silencio.

En varias entidades del país, la narrativa oficial insiste en que se vive en un estado seguro. Y, en muchos indicadores, eso es cierto. Pero seguridad no es lo mismo que ausencia de violencia. Lo que hoy enfrentamos es una mutación del ejercicio violento: ya no es necesario asesinar para dominar. Basta con una llamada desde un número desconocido, el nombre de un familiar, una referencia a la rutina del negocio y una exigencia de pago. O peor aún: basta con insinuar que algo podría pasar si no se “coopera”. Y entonces, la víctima queda atrapada en una lógica perversa, sin saber si la amenaza es real, sin saber a quién acudir, sin querer exponerse.

La extorsión no es violencia física, pero sí una forma sofisticada de violencia simbólica. No requiere fuerza inmediata, sino que actúa mediante el miedo, la manipulación y el control psicológico. El sociólogo francés Pierre Bourdieu nos enseñó que la violencia más eficaz es aquella que no se reconoce como tal, porque se normaliza, se naturaliza, y se acepta como parte de la vida. Y eso es justamente lo que está ocurriendo: la extorsión se está volviendo parte del paisaje, una especie de impuesto informal que desorganiza la economía local y fractura la confianza social.

Además, hay un proceso de victimización que va más allá del acto delictivo puntual. La extorsión deja huellas duraderas: comerciantes que deciden cerrar más temprano, jóvenes que abandonan sus emprendimientos, familias que viven con miedo cada vez que suena el teléfono. La extorsión genera un clima de inseguridad subjetiva que, aunque no se traduzca en estadísticas rojas, produce efectos reales en la vida de las personas.

Esta forma de violencia ha crecido en los últimos años a nivel nacional, al punto de que el gobierno federal la ha identificado como una prioridad. En julio de 2025, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch, presentó la Estrategia Nacional contra la Extorsión, un plan articulado en cinco ejes: reforzar la investigación e inteligencia, desplegar unidades especializadas, habilitar la línea anónima 089, cancelar líneas telefónicas utilizadas para delinquir y aplicar inteligencia financiera para congelar cuentas relacionadas con el delito.

La presidenta Claudia Sheinbaum calificó este esfuerzo como una “nueva cruzada” contra un crimen que se ha infiltrado en lo cotidiano. A nivel nacional, esta estrategia representa un avance significativo: por primera vez, el delito será perseguido de oficio y el Estado se asumirá como víctima, reduciendo la carga que suele recaer en las personas afectadas.

Sin embargo, desde una mirada sociológica, conviene preguntarse: ¿llega esta estrategia a los pequeños municipios y microcomercios de estados como Aguascalientes? ¿Fortalece realmente las condiciones para que las víctimas denuncien sin miedo, sin quedar en el abandono? ¿Ofrece garantías para romper con el silencio que envuelve este delito?

Es urgente cambiar esta situación. Necesitamos estudios locales que midan la magnitud del problema, mediante encuestas y métodos cualitativos. Necesitamos campañas públicas que informen, orienten y acompañen sin revictimizar. Y necesitamos, sobre todo, que la extorsión sea reconocida como una forma de violencia con efectos estructurales, que debe atenderse con la misma seriedad que cualquier otra.

La extorsión no sólo roba dinero. Roba tranquilidad, confianza, comunidad, futuro. Y si no hablamos de ella, si no la visibilizamos, si no la comprendemos desde lo que realmente significa para quienes la sufren, seguiremos perpetuando la ficción de una seguridad que no se sostiene en la experiencia cotidiana de quienes viven con miedo de contestar el teléfono.

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Édgar Guerra
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