Instrucciones para mis biógrafos
Una de las entrevistas que realicé, en aquellos años que hice de periodista, fue al luego Nobel Mario Vargas Llosa. Fue, creo recordar, en la entrega de un
reconocimiento al peruano –que en su día vivió en la Ciudad Condal–, por parte
del Círculo Artístico de Barcelona. Fue una entrevista improvisada, al terminar
el acto (ríspido por las críticas del escritor al nacionalismo catalán), y la verdad
sin chiste. Seguro que indigna de incluirse en antología alguna, y tan superficial, que tampoco será digna de incluirse en mi hipotética (y poco probable) autobiografía –que no pienso escribir.
Sería mediados de la década de los noventa. Los periodistas que extendían
micrófonos y grabadoras (ya estaba en un rincón con mi pequeña libreta),
abundaban en la reciente polémica sobre su censura a los nacionalistas catalanes (‘provincianos’ y otras linduras los llamó: yo estoy de acuerdo), o referían a la fallida intentona de poco antes, creo de 1990, del escritor de ser presidente de su país natal, el Perú. Yo, por no dejar, volví a la carga con la cansina pregunta de.
¿Algún día nos va a contar el motivo de su pleito con García Márquez?
Como muchos deben saber, y si no aquí estoy yo para contárselos, el famoso
puñetazo del peruano al colombiano, en un cine de la Ciudad de México
(febrero de 1976), nunca fue del todo aclarado. Y al parecer no lo será nunca.
Vargas Llosa me miró, creo que divertido y dijo, más bien sentenció:
–Ese asunto se lo dejaremos a nuestros biógrafos.
El señor, que tres lustros después recibiría el Nobel, ya era Premio Cervantes y
ya entonces estaba seguro que le saldrían biógrafos, como seguramente le
saldrán a García Márquez, que murió hace 11 años ya –y ya se están tardando.
Es lo que tiene ser famoso: uno se muere y salen debajo de las piedras señores que creen que saben de uno más que uno mismo.
A mí la sentencia me pareció ingeniosa y me dio para reflexionar sobre si
alguna vez alcanzaría la fama, aunque fuera póstuma, y saldría por allí alguno, o hasta varios, tan desnortados que puedan pensar que mi vida puede interesarle a la gente. No es que mi vida haya sido lo que dicen rocambolesca –que lo ha sido, por cierto–, lo que pasa es que la gente fue, es y seguirá siendo muy metiche, lo que augura larga vida al género biográfico.
Cuento esto luego de echarme un clavado a mis cajas de papeles viejos, donde
busco –hasta ahora sin éxito– un papel que demuestre una circunstancia, ya
añeja, que tengo que demostrar. Nunca falla: busco un recibo que haga constar que yo entre tal año y tal año viví en tal casa, de tal calle, de Santiago de Chile,
y encuentro papeles que demuestran que en 1989 liquidé, en tiempo y forma,
una multa de tráfico de París.
Hoy, que busco un viejo estado de cuenta de la Caixa d’Estalvis i Pensions de Barcelona (mi banco de entonces), lo que me encontré fue mi contrato de arrendamiento del pequeño apartamento de Álvarez Condarco, allí por el Parque Inés de Suárez (‘Inés del alma mía’), en la capital chilena. Mañana que busque una copia de mi tesis doctoral, seguro voy a encontrar mi cartilla de vacunación.
De lejos me viene la maña de guardar casi cualquier papel que cae en mis
manos (a pesar de que conjuro las depresiones armando piras dantescas, de vez en vez), y cada vez que tengo que buscar un documento suelo encontrarme sorpresas. El recibo de un restaurante de Livorno, una vieja foto de los Niños Scout, la credencial de la biblioteca universitaria, un mapa de Budapest.
Hoy incluso encontré, dentro de un sobre con mi nombre (en una exquisita caligrafía), un billetazo de nada menos que 10 mil pesos, con el retrato de Cárdenas, en primer plano y unos pozos petroleros de fondo. Lo malo es que si ese billete tuviera algún valor, sería de diez pesos, que ya no sirven ni para comprar un refresco.
No es que yo quiera, o siquiera suponga que habrá algún aspirante a biógrafo
que quiera buscar detalles escabrosos en mi pasado, o buscar algo que valga la pena explorando las entretelas de mi alma (que no tengo: sí, soy un desalmado), pero si es el caso quiero hacer dos recomendaciones: la primera que no le hagan caso a ninguno que me sobreviva y asegura haberme conocido: la gente es un buena para inventar chismes; la segunda, que pida acceso a mis cajas (seguramente depositadas en algún ilustre archivo; o en un basurero: uno nunca sabe), allí por lo menos sabrá dónde me hospedé una noche que por casualidad llegué al horrible pueblo de Avilés, o cuánto me costó una gaseosa de naranja en el Hotel Nacional, en una noche de mayo de 1989, en Moscú.
Abur.
Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.
Imagen
