La frente, las sienes, el entrecejo
Las primeras luces de la madrugada, me dicen que llegó la hora. Por la ventana observo, quien sabe si por última vez la vieja estatua de un “San Luis Obispo”, en el portal lateral de la iglesia de la Virgen de la Soledad.
La calle está desierta: apenas pasan de las cinco de la mañana. Me ducho, reviso los rincones para no dejar nada, cierro las maletas y poco antes de las siete, salgo a la mañana fresca a fumarme un cigarrillo. Subo, veo la habitación que fue mi albergue las últimas noches y bajo con las maletas, atiborradas de ropa que hace cuatro semanas escogí y doblé con cuidado, en la víspera del viaje.
Es hora de volver.
Muy pronto un taxista parlanchín me deja en la puerta de salidas, donde, junto a una familia de rumanos, apuro otro cigarrillo. Pronto documento, paso la seguridad y estoy en un amplio salón viendo, a través de los ventanales, el trajín de aviones que aterrizan, despegan, recorren las pistas. Veo al resto de viajeros, compañeros ocasionales. Familias, tratantes de negocios, músicos, mujeres de mediana edad, jóvenes que teletrabajan en sus ordenadores portátiles; a saber quiénes son, si van o vienen, si son personas afortunadas o gente golpeada por las tragedias. Nunca nos volveremos a ver, después de que cada cual tome sus vuelos, al Asia, al norte de África, al Oriente lejano, al Canadá o a Montevideo: personas que reunió el azar por una brevedad.
Salgo a una terraza exterior, con vista a las pistas, donde puedo hacer un último pitillo antes de ir a la sala que indican los monitores. El caos, el ruido, los intentos de algunos de subir antes de tiempo, el desorden en el pequeño vestíbulo, muestran que, efectivamente es un vuelo a México. Allí en un rincón, esperando que llamen a abordar, alguien me reconoce y grita mi nombre.
Allí terminó el viaje, pues mi nombre me devuelve de golpe a la rutina, a la identidad, a los problemas que dejé atrás por cuatro semanas, y que están allí relamiéndose los bigotes sabiendo que vuelvo y que pronto estaré entre sus garras.
Se trata de un conocido abogado, con el que tengo alguna relación medianamente cordial; de un alto funcionario, de dos o tres técnicos de su séquito. Cruzamos algunas frases, nos deseamos buen vuelo y nos perdemos de vista cuando entramos en el aparato.
Sales a las siete de la mañana de un hotel de Madrid y al filo del mediodía estás aterrizando en México; aterrizando en el caos del aeropuerto: controles de seguridad donde desdeñosos guardias intentan, en vano, controlar la marea desordenando el desorden. La migración fue un poco mejor y, milagrosamente, el vuelo del último tramo, puntual: abordamos según horario, despegamos a tiempo y llegué a la terminal de Aguascalientes casi media hora antes de la hora señalada.
No puedo, mentiría, decir que me da gusto volver. Estuve demasiado contento, demasiado alejado de las preocupaciones del día a día, como para alegrarme de ver, al aproximarme a la ciudad caravanas de camiones de carga, vehículos desbocados, circulando por una carretera ruinosa rodeada de moteles de paso, gasolineras, caseríos mal iluminados, sombrías naves industriales, las tiendas de conveniencia que crecen y se multiplican como plaga bíblica, hasta que pronto está uno de nuevo en el terruño.
En las semanas previas, he estado ultimando detalles para mi nuevo programa de radio, de tal manera que alguna cosa productiva tengo en mente; apenas pasan de las ocho de la noche cuando llego a casa y arrojo mis maletas en el recibidor. Abro las ventanas para que se marche el aire viciado y caliente, en una noche más bien tropical, enciendo la televisión. Sintonizo la Televisión Española, donde hablan de los ecos de las elecciones europeas del pasado domingo.
Apenas unos días antes, pasando por la Plaza del Callao, me tocó una manifestación de la candidata del Partido Popular; me detuve unos minutos por pura curiosidad y allí en el templete estaban Dolors Montserrat, la candidata, la Ayuso, presidenta de Madrid, el alcalde Almeida, Feijóo, el líder de los populares. Pero ahora estoy en casa donde hace ya dos semanas también hubo elecciones, por llamarles de una manera, y en donde unos se hinchen, y los otros se lamen las heridas.
Frente al televisor me sirvo una copita de tequila.
Abur.
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