La noche de la paz
Hoy, lunes 23 de diciembre, y ya cae la tarde, me debato sobre salir o no de casa.
Tampoco es que me sobren los planes o que me la pase rechazando invitaciones, pero el caso es que, otro año, llego a las fiestas sin haber asistido a nada que parezca una reunión prenavideña, una posada o lo que sea que se esté celebrando en estos días. Una comida con mis amigos de todos los viernes y un brindis con otro grupo de amigos con los que me veo algún sábado.
Hace unos días fue la celebración de la Universidad, a la que no fui por dos circunstancias: la primera es que no me apetecía; la segunda, que esa tarde se presentaba el libro por el centenario del doctor Pérez Romo, a la que sí asistí, para retirarme justo cuando comenzaba un pequeño coctel.
Ahora mismo al terminar estas líneas, decidiré si salir a trotar un poco y despejarme, o me quedo aquí en casa leyendo; hace un rato ya que mi hijo, quien está de visita, marchó a un compromiso, y me dijo que igual pasaba la noche en casa de su familia materna.
Hace días me entretengo con un libro de lo más interesante: “Al servicio del Reich. La física en tiempos de Hitler”, de un Philip Ball, físico él mismo y editor de la revista Nature, con las figuras de Einstein, Planck y Heisenberg, en primer plano. Desde la semana pasada, alterno la lectura con un libro que me llegó, de préstamo, de Madrid, que en algún momento transita las mismas veredas: “La guerra y la música. Los caminos de la música clásica en el siglo XX”, este de un John Mauceri al que no conocía y, me entero, es afamado musicólogo, director de orquesta aclamado y profesor de Yale.
Se trata de dos libros más bien difíciles por dos circunstancias: no entiendo mayor cosa de física y tampoco tengo mucha idea de la jerga de los musicólogos.
Elementos que son a veces partículas y a veces ondas, cuantos que pueden estar en dos lugares a la vez, me suenan a lo mismo que cuando Mauceri cuenta que Stravinski hacía música en más de una clave, por más que me precie de conocer la obra del ruso, y hasta de disfrutarla.
Metido en estos berenjenales, con unos días de asiento por delante, no es que me apure mucho ir cantar la de los Santos Peregrinos o ir a beber ponche –que ni me gusta– o a comer tamales.
Mientras decido qué haré hoy, aunque la cama, el cobertor y los dos libros me suenan cada vez más atractivos, lo que tengo claro es que pienso hacer mañana 24: madrugar, ir a hacer ejercicio hasta media mañana y volverme a casa. Sobre las tres pasaré a casa Ramírez, como cada año, a estar un par de horas y volverme a mi casa a dormir por la tarde.
Ya en la noche pasaré a saludar a mi ex familia política favorita y no más tarde de las diez, me sentaré en mi estudio con una botella de vino a ver cualquier tontería que estén dando en la televisión –con la salvedad de filmes mal llamados navideños–, para ver si siquiera llego despierto a la medianoche: la verdadera noche de paz.
Sería un gesto que al despertar, ya Navidad el miércoles, a las puertas de mi casa me esperara una camioneta nueva o algún detalle de por el estilo, lo que, me digo, me merezco porque en este año no es que me haya comportado como un santo, pero creo que me porté medianamente bien.
Ahora reparo que justo por eso, por portarme medianamente bien (otro año sin defraudar a nadie, sin abusar de ninguno, sin haberme hecho de siquiera un peso mal habido), es que seguramente no habrá ni camioneta ni nada que se le parezca. Nos la contaron al revés.
Termino aclarando que no odio la Navidad. Como dije hace no mucho, citando a Vonnegut, soy un agnóstico (creo), que respeta mucho a Jesucristo. Lo que odio de estas fiestas son la tolerancia que se tiene de la hipocresía y ese aspecto mercantilista que parte de la teoría, para mi perversa, que las buenas acciones se pagan con regalos, y que estos presentes son expresión de algo superior –aunque se trate de vinos chilenos y de calcetín Donelli.
Por lo demás, para que vea lo bueno que me pongo yo en estas ocasiones, le deseo que la pase lo mejor que pueda y como le venga en gana.
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