Lo que aprendí de mis profesores

La primera maestra que tuve se llama Josefina, no recuerdo su apellido, no es relevante cuando una está en kínder, sólo recuerdo que siempre se veía bien y que era suficientemente paciente para trabajar con niñas y niños y suficientemente firme para ponernos límites.

Olga Armandina Aguillón Torres fue mi maestra en sexto grado de la Primaria José María Iglesias, de ella aprendí que la ciencia podía ser un camino. Ella tenía la idea de que podía ser bióloga y me daba libros extra para leer. Sí me convertí en investigadora, aunque elegí mi propio camino. No me fui por la biología, sino por la comunicación y la sociología.

Graciela Padilla, en la Secundaria Técnica número 1, fue mi maestra de Mecanografía, pero lo más importante que aprendí de ella no fue sólo a escribir rápido, con todos los dedos y sin errores —que también lo hago—; lo que más recuerdo es que, en sus relatos de la vida cotidiana, nos dejaba claro que había derechos humanos y que había que exigirlos.

Luego vinieron los años en la UAA. De Ana María Navarro Casillas aprendí que la capacidad de asombro es básica para el trabajo de investigación. De Juan Bobadilla Domínguez aprendí que la mejor carta de presentación es un trabajo de calidad. De Salvador de León Vázquez aprendí a cuestionarlo todo y a buscar transformarlo. De Rebeca Padilla de la Torre aprendí que la vida es una rueda de la fortuna, que a veces estamos arriba y a veces abajo y que debemos tener eso presente siempre, sobre todo cuando estamos arriba.

De Ricardo Chávez Pérez, que no fue mi maestro en las aulas, pero sí en la cabina de Radio Universidad, aprendí que la información es clave para la vida pública y que los elementos fundamentales de la producción de noticias son la perspectiva crítica y la libertad de expresión. De Mary Jiménez aprendí que las y los docentes, antes que eso, somos personas y necesitamos reconocernos y cuidarnos para compartir lo que somos con nuestras y nuestros estudiantes. De Sabás Martínez, que tampoco fue mi maestro en las aulas, aprendí que todo trabajo requiere investigación y debe regirse por la ética. Los tres se adelantaron en el camino, pero su legado sigue y seguirá entre quienes les recordamos.

Los años en el ITESO, la Universidad Jesuita de Guadalajara, fueron un bálsamo de libertad. Allá, de María Martha Collignon aprendí el delicado equilibrio entre la exigencia, para que sus estudiantes hiciéramos un buen trabajo, y la calidad humana, para acompañarnos e impulsarnos siempre. Varias veces he contado que algunas personas que fuimos sus tesistas hemos ganado premios por nuestras tesis y ella nunca se colgó el mérito, pero su apoyo fue fundamental.

De Guillermo Orozco aprendí que la comunidad académica es clave, más de una vez me trajo algún texto que me podía servir, incluso cuando no era mi asesor de tesis. De Rossana Reguillo aprendí que la investigación y la docencia son los mejores trabajos del mundo si y sólo si es algo que nos apasiona, que hay que seguir la metodología de los Thundercats para “ver más allá de lo evidente” y que siempre debemos preguntarnos qué le estamos aportando al mundo. De estos dos aprendí que toda la vida es buen momento para aprender: vi a Guillermo tomar una clase de portugués a los 50 y tantos años y a Rossana aprender a programar cerca de los 60.

De Raúl Fuentes Navarro aprendí que el trabajo científico requiere rigor, pero también imaginación —y siempre cita a Andrew Abbot para decir eso—. También de él aprendí a buscar equilibrios entre el trabajo y la vida propia, aprendí a no sentirme culpable por dejar ir oportunidades “grandotas” si ellas implicaban sacrificar mi tranquilidad. Si tuviera que encontrar una palabra para Raúl sería plenitud.

De Geoffrey Pleyers, en la Universidad Católica de Lovaina, aprendí a pensar la investigación en términos de relevancia internacional y aprendí también que el acompañamiento a las y los estudiantes no termina cuando alcanzan el grado, sino que estas redes académicas persisten. De María Elena Meneses, que tampoco fue mi maestra en las aulas, pero sí en la vida académica en la Asociación Mexicana de Investigadores de la Comunicación, aprendí que las aportaciones científicas pueden y deben alimentar la incidencia pública, que los liderazgos son oportunidades para abrir las puertas a otras generaciones y que siempre siempre siempre hay que valorar las segundas oportunidades que da la vida.

Obviamente, he tenido más profesores en la vida y de todas y todos he aprendido algo, pero esto es una especie de homenaje a quienes me han inspirado académica, social y personalmente. En tiempos como estos, en los que la profesión docente parece tan poco importante, es necesario reconocer el valor de las y los docentes de todos los niveles para la formación de tantas generaciones. Es fundamental también reconocer las condiciones en que las y los docentes hacen su trabajo, que está atravesado por desigualdades. Cuando hice esta lista, a modo de homenaje, veo que estas y estos profesores investigadores que recuerdo más son personas que tienen y, en algunos casos, tenían desde entonces cierta estabilidad. No es un dato menor. Sin embargo, muchas y muchos profesores trabajan en condiciones de precariedad y eso no parece que vaya a mejorar. Este 15 de mayo, no basta felicitarles y hacerles festivales, es necesario buscar mejores condiciones para que ellas y ellos puedan desarrollarse académica, laboral, personal y socialmente.

Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión

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Dorismilda Flores-Márquez
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