Los jueves y los febreros
Días de recuentos, de desencantos, de ajustes de cuentas. El año vive sus últimas horas… que no es sino una manera de decir que ya se nos fueron otros 365 días, 366 para este bisiesto y que es hora de ver si la copa que bebimos hasta las heces, estaba medio llena o medio vacía; o que es hora de desentenderse, que al fin esto de los calendarios no es sino una convención y tiene uno la protestad de festejar el año nuevo con los chinos, en cuatro semanas más, como los judíos, en septiembre próximo, o como los musulmanes, en cosa de seis meses.
Como en mi caso son días más bien de encierro –que no de recogimiento–, de pocas fiestas, de mucho futbol americano en la televisión, de pocas noticias, no sé bien a bien qué es lo que toca, cuando me siento frente al ordenador a escribir el último artículo del 2024; si sumanos la circunstancia de que desde el pasado viernes me ataca un virus tan inocuo como molesto –un maldito resfriado–, tampoco es que esté por la labor de tirar cohetes. Asunto que, por cierto, ese de tirar cohetes, no me hace la menor gracia.
Pudiera, si tuviera ganas de amargarme la tarde, la semana y el resto de mis días, hacer un recuento de todo lo que perdió este país en este año aciago; resumamos, para menor colmo, y digamos que perdió hasta su condición de República, y que de allí cada quien saque sus conclusiones.
Del mundo, que está como siempre y un poco peor, mejor ni hablar. Entonces, en un ejercicio de salud mental, tan extraño en mí, me dispongo a agradecer porque, a decir verdad, a mi el año no me fue tan malo, o por lo menos fue mucho mejor que los tres precedentes.
No voy a hacer aquí un repaso autobiográfico, pues como dijo el genio Samuel Golldwyn (sí, el de los estudios MGM) “nadie debería escribir su autobiografía hasta que se haya muerto”, y no es el caso.
No me gusta la palabra resiliencia, que es un anglicismo, que es una palabrita de esas de moda, y que, si nos atenemos a su étimo último, del latín, se refiere a “replegarse” o “saltar para atrás”; mejor que eso: resistir, aguantar, enfrentarse a las circunstancias, de tal manera que primero que nada me agradezco a mí mismo, por llegar a los sesenta, luego de una profunda crisis, y seguir tan campante, o por lo menos tan despreocupado.
El dos de enero recibí una visita forzosa y desagradable (mala manera de empezar el año), de uno de esos sujetos que sirven para recordarnos los abismos que puede haber en el alma humana, tras la cual decidí recibir con gratitud la lección: los ruines del mundo, no pueden ser amigos, porque ellos necesitan adoradores, compinches, esbirros y testaferros.
De allí en adelante toda ha ido, a empujones sí, cuesta arriba: en junio comencé un nuevo proyecto de radio-TV y en septiembre retomé mis actividades docentes, ambas actividades que me gustan y me satisfacen en cuanto me permiten seguir aprendiendo y comunicándome, dos de mis actividades favoritas.
Sin embargo, lo mejor fue ese viaje que pude hacer casi un mes por España, entre mayo y junio.
Ya me gusta ir a España, se da por sabido, pero este fue el viaje más especial: iba a la graduación de mi hijo.
Esa mañana, a eso de las once, nos bebimos un chupito de patxarán, afuera de su casa –en una terraza de un bar, claro–, fuimos por su madre al hotel, viajamos en un cómodo autobús urbano desde Moncloa a Somosaguas, y en lo que a mí respecta nada me pudo hacer sentir tan satisfecho y orgulloso que estar presente en esa ceremonia; el resto fueron brindis, festejos, una jarana con los padres de otros compañeros (los graduados hace mucho habían marchado a su festejo en solitario), y un retorno al amanecer andando por la Gran Vía, como en mis viejos tiempos. Tiempos ha tanto ya idos, como dijo el místico (el poeta, no el luchador).
De propósitos mejor ni hablar, que es un tema delicado. Ya lo sé. ¿Y los jueves y los febreros? Es una cita de Mauceri que, tras esbozar en unas líneas, la vida de Fulanito, repara en que esas brevedades “dejan fuera miles de jueves y febreros de gris entumecimiento”; aquí dejo fuera, por supuesto, toda la bíblica modorra de las horas perdidas.
Abur y feliz 2025 para (casi) todos.
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