Los Mosqueteros, algunas décadas después
Aunque casi toda mi vida he sido un practicante entusiasta del deporte, he de reconocer que lo que se dice madera de estrella nunca la tuve: era demasiado bajo para el baloncesto, lo mismo que para la natación, que fueron dos deportes que practiqué de joven, siempre tirándole a malo.
Una vez, en el apuro de varios exámenes parciales suspendidos, supe que un equipo profesional de futbol, de cuyo nombre ni quiero acordarme, iba a hacer unas pruebas en el viejo Estadio Municipal, para buscar talentos; ante la expectativa de una tunda, me fui al lugar, me inscribí y participé en una prueba que consistía en correr y en un partido de futbol, soñando con esa misma tarde ser contratado y así evitarme lo que fue inevitable.
Debo decir que esto pasó hace casi cincuenta años; tendría doce o trece años: yo era muy bajo y estaba algo pasado de peso. Correr aquellas dos o tres vueltas al circuito que rodeaba la cancha, fue una tortura; en el juego de marras tampoco hice otra cosa que pasar desapercibido, mientras otro niño fue el que se destacó, sin que por ella acabara siendo jugador profesional, ni nada por el estilo.
Pronto, al cabo de dos o tres años, algo crecí (tampoco mucho), adelgacé, comencé a jugar de forma regular en equipos de colegios, en torneos de aquí y de allá, y hasta llegué a jugar en la selección de mi universidad; lo que me faltaba de atleticidad lo compensaba echándole cabeza –lo que tampoco es como para presumir nada.
Como sea jugar a patear el balón se me convirtió en una pasión, a pesar de mis limitaciones; muchos años, hasta una fractura en un campo del Colegio La Salle de León, jugué de lateral derecho; luego de eso me hice portero, no por la gran altura que no tengo, ni por mi elasticidad, que tampoco, y menos por mi gran habilidad para pegar brincos de chango, de la que carezco. Lo que pasa es que me aventaba sin miramientos, lo que a la larga me provocó problemas de lumbares, de rodillas, de cervicales, por pura acumulación de costalazos.
Ya conforme avanzaron los años, algo jugué en una liga de veteranos –donde se reparten patadas sin miramientos–, y ya poco después en un equipo, de esos de Futbol Siete, con unos colaboradores.
Cada juego era ya una actividad de alto riesgo, lo que llevó a la que entonces era mi pareja, a decirme que no contara con que ella para empujar la silla de ruedas donde quedaría postrado de seguir creyendo que tenía todavía veinte años, y a mí a persuadirme que ya no estaba para esas danzas apaches.
Pasan muchos, muchos años y este domingo pasado hubo un juego del recuerdo en el club donde asisto, un juego homenaje que hacen desde hace algunos años para agasajar a varios señores, ya mayores que yo, que fueron estelares de sus selecciones allá a principios de los años setenta –antes de que yo quisiera huir de casa con un contrato de un equipo.
Es la tercera vez que asisto y por mi bien tiene que ser la última.
Amén de un terrible error de esos de blooper, que nos costó un gol, ando como si me hubiera atropellado un camión; cuando digo que me duele hasta el pelo, es que me duele hasta el aliento, como dijo el poeta, por no hablar de la fiebre que me tiene atolondrado; hoy para subirme al auto, tuve que hacer una complicada maniobra, ayudando a subir las piernas con mis manos y no se hable de subir la escalera que lleva a mi habitación.
Hoy intentaré dormir aquí acodado en el escritorio donde escribo.
Abur.
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