Los últimos meses de López Obrador
Una de las características de buena parte de los sistemas políticos de países de mediano desarrollo como México y varios más de América Latina, es que tienen una tendencia natural a los caudillos y a los autócratas, es decir, a líderes que creen ser los mesías. Una segunda característica es que estos países tienen instituciones débiles o frágiles, y una tercera es que, cuando llega la hora del cambio de gobierno y de entregar el poder, padecen desequilibrios que pueden ser muy graves, porque los llevan a tomar malas decisiones.
Algo así parece estar sucediendo en el México de estos días. Toda transición es peligrosa, porque tiene que ver con las condiciones objetivas en que está el país, con la relación que existe entre quien llegue y quién sale, aunque sea el mismo partido, pero sobre todo con el equilibrio mental del que se va, y la tentativa de tomar las últimas decisiones o ejecutar las venganzas faltantes, como ha sido reveladora estas semanas, la locura de la reforma al Poder Judicial que López Obrador quiere imponer a toda costa, para acabar con uno de los pilares esenciales de la separación de poderes y del sistema de pesos y de contrapesos en que se sostiene una democracia más o menos razonable.
Muchos podrán decir “¿y a mí que me va o qué me viene que destruyan a los jueces?”, bueno, quiere decir que cuando usted se sienta agraviado por una decisión del gobierno, como por ejemplo que le expropien una casa o le confisquen su fondo de pensiones, usted no tendrá un Poder Judicial independiente a quién recurrir, porque este poder estará ya secuestrado, capturado por la gente del gobierno, o de MORENA, que colocó como juez a un aliado o a un cómplice para poder controlar decisiones de este tipo. Eso es justamente lo que hoy sucede en Nicaragua, en Venezuela, en Cuba o en Rusia.
En países con instituciones maduras y con liderazgos políticos civilizados, estas transiciones nunca son fáciles, pueden exhibir lo mejor de los presidentes, pero también y en ocasiones más frecuentemente, lo peor. Pero en sistemas con personal político de mala calidad, ciudadanías de baja intensidad y cultura cívica tan defectuosa como la mexicana, las tentaciones son múltiples, arriesgadas e ingobernables.
Le voy a dar dos ejemplos que yo vi y viví. Durante los últimos cinco meses del gobierno de Luis Echeverría, por allá del año de 1976, en medio de una grave crisis económica, se produjeron el golpe al que era el diario más importante, entonces llamado Excelsior, se hizo una devaluación del peso de 40% en el mes de agosto, la fuga de capitales en esos meses alcanzó entre los 4 y los 5 mil millones de dólares, y sólo 10 días antes de concluir el sexenio, Echeverría expropió las tierras del valle del Yaqui, en Sonora, que pertenecían a cientos de campesinos y de ejidatarios. El otro ejemplo sucedió con López Portillo en el año de 1982, que era su último año de gobierno, también en medio de una crisis, el presidente intentó compensarle emitiendo 10 mil millones de dólares de deuda externa a corto plazo, lo que desembocó en una devaluación en febrero de ese año, y en otras medidas desesperadas como la suspensión de pagos, la conversión obligatoria de las cuentas en dólares que tenían la gente y por decisión del Gobierno pasaron a ser cuentas en pesos, y finalmente la expropia en el mes de septiembre de ese año de 1982. Desde luego, en uno que otro aspecto la situación es hoy un poco distinta, pero el denominador común de estos ejemplos es el mismo; la pérdida de juicio de los presidentes, la catástrofe personal que supone para algunos que se les acabe el poder y los incentivos perversos que introduce para la toma de malas decisiones.
Faltan todavía tres meses para que se vaya López Obrador, pero todavía puede hacer cosas muy graves para las personas, las familias y el país.
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