Otro regreso a clases
Hace unos días fui a CU de la UAA, por una constancia; un papelito donde dice qué materias impartí allí entre el 2001 y el 2015. Yo voy de vez en vez a la universidad: una presentación de algún libro, una lectura, cosas así. El caso es que es siempre placentero andar por aquella agitación: la juventud inspira y algo se pega. Por eso le robaba horas al día para dar aquellas asignaturas, hasta que asuntos laborales me impidieron seguir. Así las cosas agradecí mucho a mis superiores y a mis alumnos y hace 9 años decidí que ya no volvería.
Todavía pude ser sinodal cuando dos de mis últimos alumnos de gestión cultural leyeron su tesis de grado y pensé que allí terminaba mi labor como docente.
Comencé en esos asuntos nada más graduarme, a finales de los 90, en una universidad privada que recién abría y la vida me llevó a dar clases a varios lugares; alguna vez en Barcelona, en una maestría sobre periodismo latinoamericano –allí fui parte de un claustro que incluía al argentino Tomás Eloy Martínez–, y luego de eso en algunos de los cursos de verano, Els Juliols, de mi alma máter, la Universitat de Barcelona.
Luego pasó lo que pasó y me vi con el tiempo libre para esos menesteres, del que antes no disponía.
Como a la UAA del señor Avelar, que entiendo que ahora está en el ojo de un gran huracán, no podía volver, lo intenté por otras vías y en otros rumbos.
Pasaron cosas excepcionales, ciertamente adversas. Un supuesto amigo me invitaba a dar clases a su universidad imaginaria: yo soy de una gran imaginación, pero no llego a tanto. Otro puesto en un máster de estudios culturales, en Madrid, se me negó porque a alguien de por estos rumbos no le pareció que yo pudiera entrar a ese olimpo que presume de su propiedad. Otro curso, este una maestría de comunicación política, en el que incluso impartí la conferencia magistral de apertura, se cerró por la circunstancia de que un partido político no ganó unas elecciones generales que las encuestas le daban por ganadas.
Mis ansias de seguir vinculado a la academía, quedaron limitadas a algún artículo monográfico que escribo de vez en vez y, hace unos meses, a seguir el proceso de escritura de la tesis de licenciatura de mi hijo, una muy interesante indagación sobre los países de la cuenca del Mediterráneo; más recientemente, como ya lo comenté, nos embarcamos en escribir una pequeña investigación sobre la ciudad como un sistema legible, allí donde se pueden cruzar sus intereses sobre las ciudades sustentables y mis intereses de lingüista.
El caso es que de una manera más bien fortuita, en una semana vuelvo a las clases: un par de cursos en un posgrado a distancia y uno más, a petición mía, con un par de grupos de futuros arquitectos.
Se trata, en síntesis, en seguir con esa pulsión mía más que de enseñar, de aprender, porque muchas de las pocas cosas que sé, así como suena, las he adquirido justo cuando me pongo frente a un grupo, que es un poco lo que intento hacer en la radio: seguir sabiendo sobre más y más asuntos, aunque muchos de ellos parezcan irrelevantes y, ciertamente, no sirvan para nada cuando se trata de asuntos de fortuna.
El resto es que esto de la educación superior se ha sofisticado tanto, que me paso las tardes tomando cursillos de sobre cómo se usan estas plataformas que, no lo sé de cierto, hacen que uno pueda dar una tutoría a un estudiante que está del otro lado del mundo, examinar a un grupo de gente que vive muy lejos de aquí y en otras realidades, y acceder a bibliotecas virtuales, y otros recursos. No sé si la educación por estos medios será mejor o peor que antes, pero sí que es más desafiante para los que, como yo, somos tecnotorpes.
Por eso fue que pedí una clase presencial, pues no es menos el desafío de un grupo con casi una treintena de alumnos, en la que abundarán las y los dedicados y responsables, pero nunca faltan el alumno desafiante, el que piensa que sigue en el jardín de párvulos y el chistosito.
Abur
Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión