Un Estado de Derecho que funcione
Probablemente, durante las últimas dos décadas, y con mucho mayor intensidad durante la gestión del López Obrador, la discusión y la importancia de lo que es, o debería ser, el Estado de Derecho ha alcanzado niveles inéditos en México, entre otras cosas, porque las instituciones encargadas de impartir justicia parecen haberse convertido en el último bastión que queda, no solo para preservar un sistema democrático y de libertades razonable, sino, además, porque una rama judicial genuinamente independiente y de gran calidad es condición indispensable para la inversión y el crecimiento.
Ahora bien, un Estado de Derecho eficaz y sólido, es la consecuencia de muchos factores, la historia política, la arquitectura constitucional, legal y regulatoria, la cultura cívica, el sistema de procuración e impartición de justicia, los recursos presupuestales y tecnológicos los operadores jurídicos, y por supuesto, el profesionalismo y la integridad de las personas responsables de gestionar y de administrar todo este ecosistema, entre otras cosas.
Partamos, en primer lugar, de que por ahora el panorama es muy crítico, en el índice global del Estado de Derecho, la fuente más seria para calibrar este asunto, México registró un retroceso al ubicarse en la posición número 115 de 140 naciones incluidas, es decir, una tragedia, pero no la única, diversas misiones de organismos internacionales como las Naciones Unidas han reportado detalladamente los graves problemas existentes en México en materia de desapariciones forzadas, asesinatos de periodistas y de migrantes, el uso inconstitucional de la presión preventivo oficiosa, la militarización y los ataques cotidianos desde la presidencia hacia los otros poderes del Estado, los medios de comunicación, las ONG y en el caso más extremo y delicado, los reiterados intentos de secuestro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, mediante la designación de Ministros incondicionales con evidentes conflictos de interés, y de hecho, la captación abierta descarada, y en ciertos casos, declarada de tres de sus integrantes.
El segundo problema, es que buena parte de lo anterior, tiene como un denominador común el incremento de la corrupción en sus distintas modalidades, en su informe de 2022 sobre Percepción, Transparencia Internacional colocó a México en el lugar número 126 sobre 180 países con una calificación de 31 puntos sobre 100, es decir, 21 posiciones más abajo que en el informe del 2012.
Finalmente, es evidente que no se puede ser un país o un estado abierto, competitivo, creativo y productivo, si no se cuenta con un sistema de impartición de justicia profesional y eficaz, es imposible pensar, por ejemplo, en atraer inversión a un lugar donde no prevalezca la ley, donde la gente no pueda confiar mínimamente en los juzgadores, ni pueda reclamar un asunto a las autoridades competentes y lograr lo que de acuerdo con la ley le corresponde.
¿Tenemos, en suma, poderes judiciales en México que respondan a estas exigencias? La evidencia sugiere que no, que la situación, tanto en el nivel federal como en los estados, es muy heterogénea y que todavía falta un largo camino por recorrer. Lo que sí está claro, es que este es una asignatura pendiente y que, dadas las características autocráticas del presidente y de su gobierno, y su profundo desprecio por la ley, hay que afrontarla con extremo urgencia porque es, quizá, el último bastión para contar con un Estado de Derecho que funcione en México.
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