Un parteaguas en la Corte
El mes de mayo está lleno de conmemoraciones importantes para nuestro país. No sólo por la cercanía afectiva de fechas como el Día de las Madres, el Día del Maestro y el del Estudiante —que nos recuerdan el valor de la crianza, la educación y la superación personal—, sino también por hechos históricos de enorme trascendencia, como la Batalla de Puebla —que enmarca el valor de nuestra soberanía—; o la renuncia del presidente Porfirio Díaz, el 25 de mayo de 1911, que marcó el preámbulo de la reorganización política y social de nuestra república.
Es importantísimo recordar esas fechas, pero también lo es hacer visibles efemérides que suelen pasar desapercibidas y, sin embargo, tienen un valor enorme en el contexto de nuestro camino hacia la igualdad, la justicia y el respeto a los derechos humanos. Una de estas efemérides, que quiero compartir con ustedes, se remonta al 15 de mayo de 1961, cuando, por primera vez en la historia de México, una mujer fue nombrada ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
María Cristina Salmorán no sólo fue esta pionera que entonces rompió un techo de cristal histórico dentro del Poder Judicial; sino que fue también —durante su trayectoria— una incansable defensora de los derechos laborales, y una ciudadana íntegra que logró transformar las estructuras desde dentro, sin estridencias pero con enorme convicción.
Además de este logro, consiguió otros muy notables, como presidir la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, y ser la delegada oficial de México ante la Organización Internacional del Trabajo. En el contexto en que alcanzó dichas encomiendas, lo suyo es doblemente valioso y, sin duda, fue resultado de una trayectoria impecable, marcada por el esfuerzo, la preparación, la vocación y la resiliencia.
Entendiendo la época en que sucedió, su nombramiento representó una ruptura con los moldes tradicionales que excluían a las mujeres de los espacios de decisión más relevantes del país. Por eso, hablar de esta efeméride es hablar de un parteaguas que abrió un camino de oportunidades hacia la igualdad; un camino que, impulsado también por otras grandes personas, permitiría después la incorporación de más mujeres a altos cargos en los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, así como en instituciones públicas de distinta índole... En algunos casos, ese “después” es casi eufemístico, porque ha sido hasta hace poco que se ha comenzado a normalizar nuestra presencia en cargos de primer nivel.
En este marco, el legado de María Cristina Salmorán debe conmemorarse así como se conmemoran otros hechos significativos del país, porque nos recuerda que la equidad no fue un regalo o una casualidad, sino más bien el resultado de una lucha personal y colectiva forjada en el trabajo, el profesionalismo y la reiterada exigencia de igualdad de derechos y oportunidades.
A más de seis décadas de aquel nombramiento, la equidad de género ha dejado de ser una curiosidad y una demanda aislada, para convertirse en un pilar de las sociedades democráticas. Por supuesto, aún hay brechas que debemos seguir combatiendo desde la ley, la educación y las prácticas cotidianas. En este sentido, tenemos la oportunidad y el deber de ser un agente activo en la consolidación de una cultura de equidad y de paz, donde todas y todos colaboremos con fraternidad y respeto mutuo, confirmando nuestros valores y nuestra dignidad como personas.
Al recordar a María Cristina Salmorán como la primera ministra de la Suprema Corte de Justicia, no buscamos mencionar un “dato curioso”, sino mantener viva una conversación fundamental y un legado que debemos continuar cada día. Porque también de esto se trata el humanismo: de reconocer a todas las personas como iguales; de romper inercias sociales negativas y de buscar siempre la construcción de un mundo más justo, incluyente y empático.
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