¡Vivan nuestras hermanas y hermanos migrantes!
Cada 15 de septiembre, la campana del Palacio Nacional no suena solo para quienes llenan el Zócalo. Ese eco cruza fronteras: se transmite en televisoras internacionales , se comparte en celulares de Queens, se escucha en cocinas de Chicago y se multiplica en reuniones familiares en Los Ángeles o Houston. El Grito se ha convertido en un ritual transnacional, en un instante en el que millones de migrantes se reconocen parte de un país que nunca han dejado de habitar, aunque lo hagan a la distancia.
Durante mucho tiempo, sin embargo, los migrantes permanecieron invisibles en la narrativa nacional. Eran cifras económicas: millones de dólares en remesas que llegaban cada mes y que sostenían a familias enteras, pero no se les nombraba, no se les integraba en los símbolos de la patria. Esa ausencia pesaba. México los necesitaba, pero no los reconocía. Hasta que, hace apenas unos años, algo cambió. Andrés Manuel López Obrador, primero en campaña y luego en gobierno, y más tarde Claudia Sheinbaum, rompieron con esa omisión histórica al pronunciar, desde el balcón de Palacio Nacional, un grito distinto: “¡Vivan las hermanas y los hermanos migrantes!”
Ese gesto marcó un antes y un después. No fue un acto menor ni una simple cortesía. Por primera vez, los migrantes escuchaban su nombre en el acto más simbólico de la vida política mexicana. Y lo que ocurrió después confirmó su importancia: los videos de esos segundos se volvieron virales. Circularon en WhatsApp, en Facebook, en redes comunitarias. Se proyectaron en reuniones familiares y se compartieron en chats que cruzan la frontera. Lo que se viralizó no fueron los desfiles en Estados Unidos ni los actos partidistas en plazas comunitarias —que allá son cotidianos y esperados— sino ese instante en que, desde el corazón de México, se les reconoció como parte esencial de la nación.
Las cifras ayudan a entender por qué ese gesto caló tan hondo. En 2024, más de 184 mil mexicanos votaron desde el extranjero, casi el doble que en 2018. Claudia Sheinbaum obtuvo el 44% de esos sufragios, mientras que López Obrador había alcanzado más del 68% seis años antes. Esos votos no definen una elección nacional, pero son la punta del iceberg de una influencia mucho más amplia. Porque el verdadero poder de la diáspora no está solo en las urnas, sino en los hogares.
Hoy más de 4.4 millones de familias en México dependen de remesas. Eso equivale a uno de cada nueve hogares del país. Esa realidad trasciende cualquier cálculo electoral: significa que millones de decisiones cotidianas —qué comer, cómo educar a los hijos, qué médico consultar— están ligadas a lo que alguien en Estados Unidos, en Canadá o en Europa aporta cada mes. Y junto al dinero, viaja la palabra. Quien manda dólares, manda también opinión, consejo, legitimidad. En muchos casos, un voto directo emitido en Nueva York se multiplica en cinco, diez o veinte votos indirectos en Michoacán, en Puebla o en Oaxaca.
Y no se trata únicamente de comunidades rurales. Las ciudades también viven de ese vínculo. El municipio de Aguascalientes, por ejemplo, recibió 129 millones de dólares en un solo trimestre, más de la mitad de todas las remesas del estado. Es decir: la migración no solo sostiene pueblos pequeños, sino también economías urbanas, comercios locales, proyectos familiares en capitales estatales. El impacto migrante atraviesa territorios, clases sociales y generaciones.
Allí está la clave de lo que no se había comprendido: el peso de los migrantes no se mide en la asistencia a un desfile ni en la foto de un acto multitudinario en el extranjero. Su influencia real está en otra parte: en los símbolos que les dan dignidad, en la narrativa que los integra, en las políticas que reconocen su aporte. Por eso lo que más ha movido la aguja en los últimos años no han sido las estructuras partidistas en Estados Unidos, sino la voz que desde México los nombra.
El Grito de Independencia, televisado, transmitido y viralizado, se ha convertido en el mayor puente simbólico entre México y su diáspora. Cada septiembre, el eco de “¡vivan los migrantes!” cruza fronteras y se instala en millones de hogares mexicanos. Es un recordatorio de que, aunque la boleta electoral en el extranjero sea pequeña en número, la influencia migrante es gigantesca en impacto.
El futuro de la política mexicana tendrá que entenderlo: México ya no cabe en sus fronteras. El país se escribe también en quienes lo sostienen desde lejos, en quienes gritan “¡Viva México!” con lágrimas en los ojos y orgullo en el pecho, sabiendo que, aun en el exilio, siguen siendo parte de esta nación.
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