Adiós Mamá Carlota (La sombra del caudillo)

Nada más lejos de mis intenciones en tratar de hacer un resumen, siquiera somero, del sexenio que se acaba en… (A estas horas, en las que escribo, le restan poco más de seis horas al gobierno del señor López Obrador). Tal empeño queda fuera de mis ganas, mis capacidades para resumir la desventura y mis ánimos. Tampoco creo que el posible lector esté por la labor.
Debo dejar constancia, eso debo decirlo, que creo que estos seis años han sido y serán, a saber por cuánto tiempo, perniciosos para el país; no sé qué fue más nocivo: el frenazo al impulso de la transición, la restauración del régimen previo a la reforma política (1982-1994), la polarización política, el sometimiento de los poderes Legislativo y Judicial a la voluntad del titular del Ejecutivo, la institucionalización de la militarización…
Para mí, fue una ruina, pero eso es otro asunto; y la verdad el señor no tiene la culpa de las acciones de ciertos psicópatas codiciosos, ni de mis yerros. Todo hay que decirlo.
Más nocivo, en cuanto afecta las bases de una siempre frágil cultura política y una democracia que no pudo consolidarse, fue el esfuerzo sistemático de construir una clientela, una que está cautiva para mucho tiempo, mucho me temo, a base de un discurso que apelaba a la dádiva y el resentimiento. Siempre dije que, síntoma y no causa, el ya casi ex presidente fue el perfecto resentido mayor en un país de resentidos, muy a tono con la figura de ese líder tribal que predijo el sabio McLuhan, cuando vio venir la que se nos venía en estos tiempos de omnipresencia tecnológica (telemática, telecomunicaciones, la Internet, las redes y esas cosas), profetizando –así como suena– la irrupción de los AMLO, los Orban, los Le Pen, los Trump, los Milei y otras calamidades.
Pero el asunto, mucho más pedestre, es que mucho me alegro que el señor ya se vaya; no lo digo yo, lo escuché en el radio esta tarde (con López Dóriga), ya se va a su rancho, cuyo nombre (del todos conocido) será, o debería ser, su destino, pues lo que él rompió en poco tiempo nos costará mucho en reconstruir.
Me vino a la memoria, sin venir mucho a caso, la canción de Rivas Palacio –Vocente, el poeta decimonónico, no Raymundo, el periodista posmoderno–, a propósito de la marcha de la emperatriz Carlota, cuando en 1864 se marchó a Europa, tratando de salvar, en vano, la vida de su marido Maximiliano el austriaco (ejecutado en un acto no exento de crueldad por parte de Juárez).
El resto es, por eso apelo al libro de Martín Luis Guzmán, que parece que la larga sombra del caudillo seguirá planeando ominosamente sobre nosotros, aunque esa preocupación hay que dejarla para mañana, y para pasado.
No pecaré de ceguera al no mencionar que el señor se va con las espuertas llenas de admiración, cuando no adoración de muchos, y con un capital político, que le pertenecen a él y no a su sucesora: el referido resentimiento y la ruindad de la oposición (los Markos, los Alitos, los Dantes), la manera en que el espíritu de la transición fue dilapidado por Fox, Calderón y Peña Nieto, explican tantas cosas.
Pero ya se va (quedan seis horas justas) y si no sirve de solución de nada, a mí me queda el consuelo de que se acabaron las conferencias matutinas; esperemos que con él se vayan los otros datos y otras calamidades.
Insisto, eso es un asunto para después –por más que todo indica que tampoco pequemos de ingenuos y no nos hagamos ni demasiadas, ni muchas, ni pocas ilusiones.
Adiós Mamá Carlota (“mientras el viento alegre tu embarcación azota”).

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Agustín Morales
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