Aguascalientes, país tropical
Habría que revisar, desde cero y a fondo, los conceptos.
Aguascalientes, según nos enseñaron a los de mi peña, era una entidad federada en una República que, por aquellos lejanos años 70 del siglo (y el milenio) pasado, constaba de 30 estados (libres y soberanos, lo que me hace soltar una sonora carcajada), dos territorios y un Distrito Federal. Más de medio siglo después, la dichosa República ya no existe, los territorios ganaron el estatus de entidades, a saber la Baja California Sur y Quintana Roo, lo mismo que el extinto D.F., convertido en un estado más y, visto lo visto, en el más grandioso caos organizado del planeta y, en fechas recientes, de nuevo la ciudad lacustre que fue en tiempos no tan idos.
Pero vayamos al clima: se decía que esta entidad, sita en el altiplano mexicano, tenía en general un clima semiárido, un valle semitropical, un valle fértil y una zona alta de pastizales de montaña; también se decía, porque parece que los que somos de por estas tierras somos muy de decir tonterías, que éramos la tierra de la gente buena, el cielo claro, la feria que es un primor y otro tipo de sandeces de por el estilo.
Para no meterme en la famosa camisa de las famosas once varas, me limito a lo del clima, con la precisión de que no falto a la verdad cuando hablo de un territorio tropical por lo derecho, pues la línea trans tropical, es decir el paralelo que marca la parte más septentrional de las tierras tropicales nos pasa por el norte, en nuestro caso más allá de Fresnillo y de Villa de Cos.
Ya hablando del clima, lo que quiero decir es que estoy hasta el mismísimo copete de las lluvias. Escribo esto viendo el cielo medio nublado, pero sin ninguna certeza de que en los próximos minutos se ponga negro, comiencen los bramidos y luego la tormenta.
Decir que no me gusta la lluvia sería tal vez exagerado. Lo que no me gusta es vivir en una ciudad donde no estamos ni remotamente preparados para estas tormentas cada vez más frecuentes, más intensas y últimamente catastróficas, recordando que el verano pasado en esta ciudad tuvimos que hablar de víctimas fatales y de pérdidas cuantiosas, por cierto nunca cuantificadas, porque ni para eso estamos listos.
Escribo esto y ya comienzan las nubes su evolución y los cielos comienzan su bramar ritual.
Ya sé, no soy tan desaprensivo, que el agua es vida, que los beneficios suelen superar a los estropicios, que en el sector rural las lluvias caen como bendiciones; el asunto es que, sabido es, que los excesos son malos y el exceso de agua no es la excepción.
Hace un par de semanas, con el Jesús en la boca, atravesé la ciudad inundada, para llegar a mi programa de radio; luego de casi una hora estaba yo a un par de calles de los estudios, para encontrarme que no había manera de cruzar los cuatro o cinco metros del arroyo de la calle Morelos, mientras que en un portal me hice ovillo para evitar que los camiones y autos, que pasaban raudos y sin pensar en los caminantes, me dieran un buen remojón de aguas turbias. Y es que si para los automovilistas, los amos y dueños de la ciudad, las inundaciones son calamitosas, hay que ver las que tienen que padecer los caminantes.
El jueves pasado, de nuevo, me encontré con vialidades cerradas por la caída de árboles y, al final, de nuevo el dilema de cruzar una calle relativamente angosta, convertida en río; como plusmarquista de salto no soy, repetí la operación de la víspera: quitarme el calzado, subirme las perneras hasta la rodilla y cruzar descalzo por aguas que tampoco es que sean las más limpias. Al día siguiente me pilló la gripe atroz que me tiene viendo los cielos con aprensión y con el cuerpo tembloroso y aterido.
Brujo no soy, pero supongo que lo que se nos viene es el resto de julio con estas repentinas tormentas, un agosto de por el estilo y un pilón para septiembre. Dando por hecho que muchos desaprensivos colaboran con su cochinero a que esto se agrave, lo que no veo es a nadie de las administraciones pensando siquiera en darle algún tipo de solución a este asunto de una ciudad asentada en una plancha de asfalto. ¿Alguien se acuerda acaso de un complejo de lujo, allá por el norte, construido sobre el cauce de un arroyo?
Es cierto que nunca llueve a gusto de todos; en mi caso esto es una verdad del tamaño de una catedral y de las grandes.
Justo comienza a llover de nuevo.
Abur.
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