Bola en juego

En esta ciudad, hace medio siglo, la única posibilidad de ver un negro (proscrita ya esa fantochada de la ‘gente de color’), era la de ir a las hamburguesas del señor Bill Wright, en la calle de Victoria; la otra era toparse con alguna de aquellas estrellas de las Panteras (que además de negros eran altísimos: más con los estándares de aquella época) o, más tarde, con algún beisbolista de los Rieleros.
Creo que fue en el ya muy remoto año de 1972, cuando llegaron los Rieleros; una noche oscura, en un parque más bien feo y mal iluminado, una noche descubrí el juego de pelota; entonces me pareció una aridez en la penumbra, pero muy pronto me aficioné al deporte –unos dicen que el ‘rey de los deportes’–, que luego se convirtió en mi favorito.
Un día recibí las primeras lecciones de sus muchas y arduas reglas. En la casa de los abuelos, en la calle Colón, mi tío Ramón, que más bien era aficionado, y mucho, a los toros, entretenía algún rato viendo la transmisión de un juego de los Diablos Rojos (necesariamente en blanco y negro); la imagen es la de un señor de gorra corriendo junto a una malla de punto –seguramente después de haber bateado una bola.
Cuento esto, mientras el televisor (al que he subido el volumen para no perder ripio del juego Mets en Dodgers; los neoyorkinos ganan 6-3 en la parte alta de la séptima), me acompaña mientras escribo estas líneas, mismas que espero terminar a tiempo para ver el final del juego y ver, mientras preparo mis clases de mañana, y mientras rememoro una charla reciente: la que tuve con mi querido amigo de la infancia Buro Revilla.
Le veo poco, pero coincidimos hace unos días en la boda de mi sobrina; siempre que nos topamos por allí nos embarcamos en largas charlas, recordando aquellos años en que cursamos juntos algunos años de la primaria, luego de la secundaria, tras lo cual él marchó a San Luis, con su familia, para luego perdernos más o menos la pista.
No sé por qué, el primer recuerdo que me vino a la mente fue, un mediodía de 1976 (septiembre para ser más exactos, así juega mi memoria), en que, invitado a su casa, su padre nos dio la noticia de la muerte de Mao Zedong (entonces Tse Tung).
Luego vino a la charla la memorable serie mundial del año anterior, la que jugaron los Reds de Cincinnati, del recién fallecido Pete Rose, de Johnny Bench, y los entonces todavía malditos Medias Rojas de Boston, con aquel Carl Yastrzemski; Buro, siempre seguidor de los Medias Rojas –mi villano favorito–, en mi memoria alguna tarde en que afuera de su casa, él se caló una mascota de catcher y yo lanzaba bolas y strikes (mucho más bolas) y él me enseñaba el elemental –pero efectivo, todavía a estas fechas– de corregir las bolas moviendo el guante para engatusar al umpire.
Me dice que él sigue siendo de los Sox, mientras yo confieso que, tras mucho cambiar de bando, acabé siendo un aficionado fiel de los Yankees; en algún momento, tocado por la ‘fernandomania’, fui incluso seguidor de los Dodgers, hasta que ‘Mister October’, Reggie Jackson, conectó aquellos tres cuadrangulares en el juego cuatro de la Serie Mundial de 1977.
Él y su esposa tenían otro compromiso, esa noche, y yo me marché casi detrás de ellos, pues tenía programa de radio; quedamos de vernos pronto, para seguir con la charla, la vieja charla que mantenemos desde principios de los años setenta, cuando coincidimos en una aula de clases. Ahora él, unos meses mayor que yo, cuenta ya los sesenta, que yo cumpliré en muy pocas semanas.
Mientras se llega el día de volver a vernos, yo alterno mis cosas viendo béisbol, tal vez con la esperanza de ver otro Yankees-Dodgers (mi hijo, heredero de esta vieja afición, ve juegos a deshora por la computadora, allá lejos donde ahora está).
Para mí son días festivos, de lo tanto que me gusta el deporte (ya quisiera escribir de él como lo hicieron Updike, Auster y otros grandes escritores y grandes aficionados), aunque también melancólicos: terminada la temporada, en un par de semanas (no después del 2 de noviembre), viene el frío y una temporada que no es muy de mi agrado.
Abur.

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