Cuando lo que arde no son solo las calles
Hay semanas que no caben en los comunicados. Semanas en las que los discursos oficiales llegan tarde, como si las palabras no supieran por dónde empezar.
Julio de 2025 será recordado en Aguascalientes no sólo por los hechos violentos que estremecieron a municipios enteros —desde la capital hasta los que colindan con Zacatecas—, sino porque algo más profundo quedó expuesto:
la falla estructural de un sistema que ha confiado durante demasiado tiempo en la contención reactiva, pero ha olvidado cómo prevenir, cómo acompañar, cómo cuidar.
La entrega de nuevas patrullas y los mensajes institucionales que prometen castigo inmediato pueden ofrecer una ilusión de control. Pero la ciudadanía no está pidiendo solo presencia. Está pidiendo respuesta, comprensión, cercanía. Y sobre todo, verdad.
Una verdad que duele: entre los detenidos, una madre identificó a su hijo adolescente, quien se encontraba desaparecido. Ese hallazgo, silencioso y devastador, abre una grieta que va más allá de la seguridad: habla del reclutamiento de menores, de la desaparición forzada, y de la incapacidad del Estado para llegar antes que el crimen.
Cuando una vida tan joven aparece del otro lado —no en sentido judicial, sino existencial—, el discurso se vuelve insuficiente. Y aunque la política necesita firmeza, también necesita criterio y humanidad.
No todo lo que se dice desde el poder fortalece al Estado. A veces, una frase dicha desde la seguridad de un estrado puede volverse, sin querer, una forma de negar la complejidad del dolor social.
Aquí es donde la filosofía entra, no como adorno, sino como lente. Hannah Arendt alguna vez explicó que el mayor peligro para una sociedad no está en sus grandes crímenes, sino en la rutina ciega de quienes ejecutan sin pensar.
No basta con actuar: hay que comprender lo que se está enfrentando.
Una ola de violencia no es solo una serie de delitos: es la manifestación de algo que se incubó en la omisión, en la distancia institucional, en la ruptura del tejido social.
No se trata de suavizar la respuesta del Estado. Se trata de preguntarse si esa respuesta está mirando a las personas adecuadas.
¿A quién le habla el gobierno cuando lanza una consigna firme?
¿A la delincuencia, que no responde a comunicados?
¿A la ciudadanía, que necesita calma pero también profundidad?
¿O a la propia maquinaria política, que a veces se consuela a sí misma con frases que no consuelan a nadie más?
También fuimos testigos de otro fenómeno recurrente: el uso del miedo con fines proselitistas. Figuras políticas que, en lugar de acompañar el dolor, lo instrumentalizan para ganar visibilidad.
Como si cada hecho trágico fuera una oportunidad de campaña. Como si la paz social fuera intercambiable por unos likes.
Eso no sólo es reprobable.
Es profundamente peligroso.
No podemos quedarnos en lo inmediato.
Este julio en Aguascalientes nos exige más. Nos exige pensar con madurez política: revisar los mecanismos de prevención, los canales de denuncia, el vínculo entre la ciudadanía y las instituciones de seguridad.
Y sobre todo, mirar de frente el fenómeno del reclutamiento de menores, sin evasivas ni retórica vacía.
En lugar de reforzar únicamente la flota vehicular, habría que reforzar la confianza pública. En lugar de más rondines, más redes de proximidad.
La seguridad no se trata sólo de reacción,
sino de tejer comunidad, recuperar presencia institucional real, reconstruir el nosotros.
Lo ocurrido esta semana no debe archivarse como una crisis superada.
Es un espejo.
Uno que muestra lo que fuimos incapaces de ver a tiempo.
Y lo que aún estamos a tiempo de corregir.
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