Cumplir sesenta

Una vez mi abuelo Emilio, y de esto hace una eternidad, protestaba indignado frente a un diario; un diario que informaba de que un señor había sido víctima de un diligente carterista, a bordo de un camión urbano. El hecho en sí no podía importarle menos. Lo que le molestaba era que el editor había usado en el encabezado de la información el término “quincuagenario”, como se usaban entonces esos términos: como sinónimo de edad avanzada, de vejez vil o de, como se estila en estos tiempos de molicie: de adultez en plenitud.
Eso debió ser a principios de los años setenta del siglo pasado: yo tendría menos de diez años y el abuelo, debería andar rozando los sesenta, que en esos años era una edad ya respetable; pronto se jubilaría y se pasaría los próximos 22 años refunfuñando, antes de morir ya pasada la ochentena.
El asunto es que hoy me desperté al clarear la mañana, salí de la cama con dificultad y lo primero que hice fue ir al cuarto de baño a verme en el espejo: estaba despeinado, con los ojos hinchados, pero puedo asegurar que estaba igualito al que se vio, en las mismas condiciones, la mañana del domingo. La diferencia, que no sabía el espejo, es que la mañana dominical era un señor de 59 años y hoy soy uno de sesenta, según consta en mi acta de nacimiento.
Como la efeméride particular caía en lunes, y yo este lunes tengo muchas cosas que hacer, algo festejé el fin de semana; prueba de que la edad no es sinónimo de sabiduría, ni mucho menos, el domingo en la tarde me puse a revisar unos ensayos de mis alumnos colombianos, y al caer la noche me fui a la cocina a ver el juego de futbol (sin tilde por favor) americano y a beberme unos tequilas, con la intención de llegar a las doce e irme a dormir ya sexagenario: ni siquiera llegué a las once y desperté, como dije, con el rostro marchito y un poco resacoso.
Aquí debería venir algún tipo de reflexión sobre lo vivido, reflexión que yo me voy a ahorrar y de la que los lectores se librarán.
Baste decir que, aunque sin echar las campanas al vuelo (no tengo campanas para eso ni para ninguna otra cosa), que por lo menos este año lo inicio con trabajo, que ya es ventaja y que, como me dijo alguien, llego a esta venerable edad siendo, para bien o para mal, el mismo tipo de antes. Esto quiere decir que, a pesar de las dudas –y el riesgo de muerte civil– he podido permanecer fiel a mis principios (aunque en el intento casi pierdo hasta la camisa). Cruce el pantanal y aquí sigo, con la satisfacción de que mis haberes, abundantes o escasos (más bien lo último), son fruto del trabajo decente.
Otro asunto, del que me enteré demasiado tarde, es que hay que dejar de identificar a la persona de su carrera, lo cual es liberador, pues aunque los últimos años han sido particularmente difíciles, me gusta la vida que he llevado: me gusta mi hijo y en la persona que se está convirtiendo, me gusta estar activo, me gusta vivir de enseñar, de comunicar y, además, lo bailado quién me lo va a quitar.
El resto es que hoy es un día común: algunas felicitaciones, un par de llamadas, deporte matutino, comida frugal y una tarde llena de asuntos que sacar adelante: este artículo, por ejemplo, trabajos por revisar, preparar una clase, ver perder a los Dolphins en un rato y tratar de dormir pronto, que mañana hay que madrugar.
Lo mejor de todo, es que en todo el día –y espero que así transcurra el resto– no he tenido que escuchar la bobería esa de Las mañanitas (que cantaba, válgame el cielo, un tal Rey David).
Abur.

Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.

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Agustín Morales
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