El eterno retorno; angustia y alivio
Reflexiones o elucubraciones, llámelas como quiera y guste, de un insomne.
Al principio parecía algo bueno. Cayó el out 27, los jugadores angelinos se pusieron a dar de brincos y ya estaba: la anunciada repetición, la duodécima, entiendo, de la Serie Mundial Dodgers-Yankees.
A las 3.50 de la madrugada, una sensación de angustia me arrojó de la cama. Sabiendo que no dormiría más, encendí la lamparilla de noche, prendí un pitillo –con perdón–, encendí la televisión; allí daban la repetición del juego final del baloncesto profesional femenino. Como aquello no era de mi interés, y como a esas deshoras no desván nada medianamente interesante, bajé al ordenador.
Entiendo que Nietzsche tomó la idea, la horrible idea del ‘eterno retorno’, de la samsara hindú: un ciclo eterno de renaceres, como una prisión, como una condena. Heidegger ofreció un consuelo: la idea del eterno repetirse las cosas, como una idea ética, no como una sentencia perpetua. Como sea el germen de la inquietud está allí, en cuanto a que la idea suena, y solo eso, plausible.
Borges, en sus pesadillas luciferinas, decía que bastaba que…
Nada bueno resulta de cuando mis insomnios me llevan por tales laberintos y tampoco es prueba de nada que se diera la circunstancia que los Dodgers ganaran el campeonato de la Liga Nacional, mientras que los Yankees, en la víspera, hicieran lo propio en la Liga Nacional, y que el viernes comiencen un nuevo enfrentamiento por la corona máxima de las Grandes Ligas.
Luego dormité un poco, para ser arrojado, como Jonás del vientre de la ballena, de la cama pasadas las seis de la mañana. Casualmente, en el teléfono, veía poco después (lo reviso cada mañana, por si hay mensajes del otro lado del charco), que Fernando Valenzuela había aparecido, luego de que sele reportara grave de salud, en una entrevista –que más tarde fue desmentida, aunque ese es otro asunto.
Hay que retroceder a finales de octubre de 1981, hace la friolera de 43 años. Yo tenía 16 años y estaba a días de cumplir los 17, lo que quiere decir que tengo 59 y estoy a tres semanas justas de llegar al temido sexto piso –de ahí mis inquietudes.
Fue el año de la huelga que partió la temporada de Grandes Ligas en dos, y casi recuerdo hombre por hombre las alineaciones (el roster diría si quisiera ir de pedante, pero hoy no es el día), de los dos equipos: Jackson, Winfield, Aurelio Rodríguez, Bob Watson, Lou Piniella, Tommy John, en la novena de Bob Lemon; Guerrero, Cey, Garvey, Guerrero, obviamente Valenzuela, en el equipo de Lasorda.
Valenzuela ganó el tercer juego, y lo reservaron para el séptimo, de ser necesario, aunque la serie la ganaron los angelinos en el sexto, con dos cuadrangulares de Pedro Guerrero y, para más inri, en el Yankee Stadium.
Yo, sobra decirlo, era la juventud andando; estudiaba el bachillerato con los maristas y preparaba ya mentalmente las maletas, en las que metería la vida, que me llevaría para andar por el mundo, del que no regresé hasta 1998, ya bien entrado en la treintena, y hasta con un divorcio a cuestas.
En ese entonces, en el 1981, sobra decirlo, no existían ni la Internet, ni la telefonía móvil, ni los coches eléctricos, ni las redes sociales, ni la televisión a la carta, ni las compras por Amazon: era otro mundo; no sé si mejor o peor, pero definitivamente otro y muy distinto. Si me dieran a elegir si pudiera regresar a esos años –que nadie me va a dar a elegir, es solo un giro retórico–, dudo mucho que me atreviera a volver en el tiempo, seguramente para repetir los mismos errores.
Puestos a hacer comparaciones (por ejemplo la gente ya ganaba dinero a carretadas por la inflación y el peso estaba por desplomarse en aquel trágico 1982, año de la nacionalización bancaria, y de la espiral demencial del último año de la presidencia de otro López, este Portillo), diría que entonces dominaba el gobierno, los Tres Poderes, y toda la vida del país, un partidazo ahora casi extinto que se llamaba el PRI; un partidazo que por cierto sigue mandando en casi todo –o quiere hacerlo y parece que va a lograrlo–, pero que ahora se llama de otra manera.
Para acabar de manera circular, vuelvo a la idea del eterno retorno, y sigo pensando que es aterradora.
Abur.
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