El poder, la ética y un hombre llamado Pepe Mujica
En una América Latina exhausta de promesas y traiciones, donde el poder suele cambiar de rostro pero no de lógica, José “Pepe” Mujica representó algo raro, casi anacrónico: un dirigente que llegó al poder sin traicionarse, y se fue sin apegarse. Su despedida no fue un acto menor. Fue una afirmación moral.
Vivió como hablaba. Con sobriedad, sin escenografía. Su casa fue una chacra; su auto, un escarabajo viejo. Rechazó los privilegios del cargo, no por gesto teatral, sino porque nunca creyó que el poder tuviera que ver con privilegios. En una región donde la ostentación suele confundirse con liderazgo, su austeridad fue una provocación.
Platón advertía que la política debía estar guiada por la virtud, y Aristóteles entendía el arte de gobernar como una forma de buscar el bien común. Mujica no citaba a los clásicos, pero los encarnaba. En lugar de hacer de su biografía un escudo, la usó como brújula. Trece años de prisión, muchos en condiciones inhumanas, no lo quebraron: lo volvieron más compasivo. Salió del encierro con una mirada amplia, y con una decisión firme: no usar el poder para ajustar cuentas, sino para ampliar derechos.
Lo suyo no fue una gestión técnica ni un populismo de manual. Fue una pedagogía de la coherencia. Legalizó el matrimonio igualitario y reguló el consumo de marihuana, pero no desde el oportunismo de lo “progresista”, sino desde una convicción: que la política debe servir a los más vulnerables, a los que no tienen lobby, a los que no tienen tiempo para esperar.
En foros internacionales hablaba como si aún estuviera en la cocina de su casa. Decía que “no venía a hablar bonito”, y no lo hacía. Usaba palabras sencillas para decir cosas profundas. Denunciaba el consumismo como una nueva forma de esclavitud, y cuestionaba la economía global no desde la ideología, sino desde la experiencia de quien conoce el hambre, la tierra y la cárcel.
Mujica incomodaba. A la derecha, por supuesto, pero también a ciertos sectores de la izquierda, donde la ortodoxia ideológica a veces asfixia la ética. Su disidencia no fue estridente, fue silenciosa. No se paraba en la plaza a gritar revolución: vivía como si la revolución ya hubiera ocurrido. Y eso, en estos tiempos, es más peligroso que cualquier discurso encendido.
Fernando Birri decía que la utopía está en el horizonte: uno camina dos pasos y ella se aleja dos pasos. ¿Entonces para qué sirve? Para eso: para caminar. Mujica caminó. No hacia una utopía de vitrinas, sino hacia una forma de política más humana, más real.
No fue mártir ni profeta. Fue algo más raro: un político que no se traicionó a sí mismo. Hoy que su voz se ha apagado, no deja un vacío. Deja un espejo. Y no es fácil sostenerle la mirada.
-
Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.
Imagen
