El último lugar donde se sienten algo

Hay territorios que no se entienden por su tamaño, sino por su función simbólica. Aguascalientes es uno de ellos. No impone por su geografía, sino por su certeza. Certeza de que hay cosas que no deben cambiar, de que lo viejo no es pasado, sino permanencia. De que el ritual no se discute, se honra.


Pocos estados han defendido con tanta convicción la plaza como espacio de identidad. Y no hablo solo de una plaza física: hablo del espacio social donde ciertos apellidos, ciertos modos, ciertas formas de estar y de mirar, todavía significan algo. Donde el orden no se reclama: se asume. Donde la modernidad no ha entrado del todo, o al menos, no ha deshecho la escenografía.


En La fiesta del Chivo, Mario Vargas Llosa dibuja a la perfección esa escena: la de un país que gira en torno a un hombre, sí, pero también a una estructura. Una estructura que no necesita violencia visible porque ya todos aprendieron sus pasos. Donde cada acto -desde una misa hasta una fiesta- reafirma quién es quién, quién merece estar al centro, y quién observa desde la sombra. Trujillo organizaba la fiesta no solo para controlar, sino para preservar el espejo donde su élite seguía viéndose importante.


Algo similar ocurre en Aguascalientes. La Feria Nacional de San Marcos, con sus conciertos internacionales y filas digitales y sus corridas centenarias, no es solo una celebración. Es una puesta en escena. La más refinada forma de reafirmación social. En la plaza de toros no se discute la ética, se aplaude la técnica. No se analiza el dolor, se perfecciona el gesto. Y sobre todo, se reserva el lugar. Porque más que tradición, lo que ahí se protege es el orden.


Esa es la clave. Cuando se habla de “defender la cultura”, no se está hablando del arte del toreo. Se habla del último lugar donde cierta élite aún se siente parte de algo. Donde no han sido desplazados por los algoritmos, por los movimientos sociales, por la juventud que ya no hereda, sino que reinterpreta. El toro, en ese sentido, es solo el pretexto. Lo que se defiende es el espejo.


Por eso la rabia ante la crítica. Por eso el desprecio hacia quienes cuestionan desde fuera. Porque no están cuestionando un espectáculo: están desafiando un sistema de pertenencia. Están agrietando el único ritual donde la herencia aún pesa más que el mérito. Donde el apellido sigue valiendo más que el argumento.


Y así como en la novela de Vargas Llosa, nadie se atreve a decirlo en voz alta, pero todos lo intuyen: sin ese espacio, sin ese rito, sin esa liturgia social, se disolverían. Serían, como muchos otros, solo individuos. Y eso, para quienes han sido alguien solo en tanto parte de algo, es insoportable.


Defender las corridas no es una lucha ética. Es una lucha por la permanencia simbólica. Por no desaparecer. Por conservar una identidad que ya no se sostiene sola, y necesita sangre, luces y ceremonia para parecer viva.


Pero lo vivo no siempre es lo vital. Y lo permanente no siempre es lo justo.


Quizá por eso el toro entra sabiendo que va a morir. Porque es el único en toda esa plaza que no finge.

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Nadine Cortés
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