El venerable anciano

Viejito, anciano, carcamán (americanismo, por el castellano ‘carcamal’),
miembro de la “momiza” (el Vulgarcito dixit), vejestorio, vejete, vetarro…
ruco.


Ya no se dice así (bueno, sí que se dice, pero en confianza, donde no sea uno
sujeto y fácil presa de los apóstoles de la corrección política, como si
‘corrección’ y ‘política’ fueran vocablos que se puedan usar en una misma frase
sin caer en la candidez y en una imperdonable contradicción); según entiendo,
aunque entiendo poco, de viejo se pasó a senecto, y de allí al eufemismo
(bembo) de ‘adultos en plenitud’; ante esa barbaridad, hasta los defensores de
no saber llamar pan al pan y al vino, vino, recularon, con perdón, y salieron con
esa otra memez de ‘adultos mayores’.


Hace algunos meses advertí, en una conferencia que di para un curso de
mercadotecnia política (que me perdonen esos otros apóstoles que insisten en
usar ‘marketing’), que estos excesos –el llamado ‘lenguaje woke–, estaban
generando reacciones (ya se advertían en el discurso de Javier Milei), según lo
constatamos en lo que está pasando en los Estados Unidos de Trump, aunque
eso es otro cantar y no tengo aquí espacio para abundar –y a decir verdad, muy
pocas ganas para hacerlo.


Solo apostillo mentando, muy de pasada, lo que relaté entonces, sobre el pleito
entre Roland Barthes y Michael Foucault, a propósito sobre la homosexualidad
de ambos, confesa y respetable, faltaría más, y las posturas de uno y de otro
respecto a los movimientos reivindicativos de los años setenta, en Francia y los
Estados Unidos; quienes estén interesados en el asunto, pues allí hay infinidad
de textos a consultar. A mí el asunto, para serles franco, tampoco es que me
quite el sueño. Bastante tengo con mis asuntos.


Vuelvo a lo de los viejos, luego senectos, luego adultos en plenitud, después
adultos mayores –hasta que se inventen otro eufemismo del tipo ‘señores
abundantes en años’.


Flashback. Estoy en el aula de cuarto de primaria, en una venerable institución
correccional (que corregir, no corrigió nada, según consta), donde un
compañero contaba que tenía un hermano mayor que, decía con cierto orgullo,
creo recordar, estaba ya entrando al bachillerato. A mí eso me sonaba a ser ya
muy mayor: un tipo de 16 años, frente a nosotros que andaríamos, entonces por
la decena. De esto pasó, así como suena, medio siglo.

Poco antes de eso, tres años según mis cuentas y mis recuerdos, había muerto
mi abuela paterna, a la que recuerdo como a una viejecita y que, todo hay que
decirlo, murió a una edad menor de la que actualmente tengo, lo que significa
muchas cosas, una de ellas de que los viejos de ahora viven más –la mentada
esperanza de vida, los antibióticos, el agua corriente, la higiene, una cultura que
incluye el deporte regular, nuevos hábitos alimenticios, las vacunas…), y viven
mejor.


Otra imagen remota, aunque no tanto. Estoy haciendo fila ante una ventanilla,
en la vieja estación de autobuses de Guadalajara, donde un señor mayor llega y
presenta su credencial del Instituto de la Senectud, y reclama su descuento, que
el empleado de la línea de camiones, le concede refunfuñando –como si a él le
fueran a cobrar la diferencia por andar de considerado.


El asunto es que tal institución, no sé si venerable, es ida (como cantaba el
excelso Juan de Yepes), y ahora se llama INAPAM, acrónimo, creo, de Instituto
Nacional de las Personas Mayores, con la recanija circunstancia de que ya es
hora de que vaya y obtenga la acreditación que me identifique como parte de tal
colectivo y que mentalmente me tenga al borde de un ‘viejazo’, con perdón de
nuevo, anímico.


Para tal efecto, según he indagado, necesito acudir a una única oficina habilitada para tal fin (ahora que ya puedo hablar del desprecio institucional y social hacia el colectivo de señores añosos como yo), que queda allá por donde Jesús perdió las alpargatas, para identificarme satisfactoriamente (es decir, demostrando que soy quien digo ser y no un espía búlgaro, por ejemplo), demostrar que vivo donde vivo, que tengo la edad que consta en mi acta de nacimiento y, asaz importante, que no he fallecido –ni hace mucho, ni recientemente.


Cuando me la entreguen, que no veo porque no han de hacerlo –salvo que
sospechen que tengo en realidad 30 años o que soy de nacionalidad estonia–,
correré a comprarme un boleto de autobús, con descuento, aunque en realidad
no tengo ningún viaje en puerta.


Abur.

Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión. 

 

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Agustín Morales
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