Reforma electoral y política pública

La presidenta, Claudia Sheinbaum Pardo, anunció la preparación de una reforma a las elecciones. Es importante, pues el sistema electoral mexicano es más que reglas que definen quién gana y quién pierde en la competencia; visto como política pública, materializa la respuesta de nuestro país a la necesidad de organizar el poder para tomar las decisiones que afectan a todas las personas conforme a la voluntad ciudadana que se expresa en las urnas.

La iniciativa, que todavía no es pública, deja entrever objetivos impulsados desde el sexenio anterior como, entre otros, la sustitución de los cargos plurinominales en el Congreso de la Unión por escaños para los segundos lugares más votados, recortes al gasto público de los partidos y la transformación del INE en el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas con una estructura más delgada y consejerías electas por voto popular.

La propuesta del oficialismo promete cocerse a fuego lento a partir del mes de octubre, con la celebración de consultas, foros y mesas de discusión para conocer la opinión de la ciudadanía. Con independencia de quién lleve esa sartén por el mango, no debe perderse de vista que las políticas públicas, como soluciones institucionales a problemas sociales, deben ser diseñadas, implementadas y evaluadas por múltiples actores.

Por ejemplo, a fines del siglo XX, la desconfianza ciudadana en los comicios era un problema público de primer orden. La respuesta institucional fue la creación del Instituto Federal Electoral en 1990, acompañado de sucesivas reformas que dotaron de autonomía a las autoridades electorales, posibilitaron la pluralidad partidista y establecieron criterios imparciales en materia de financiamiento, propaganda y fiscalización. Este proceso ilustra lo que Joan Subirats denomina como el ciclo de política pública que consta de las etapas de diagnóstico, formulación de alternativas, adopción de decisiones, implementación y evaluación.

Lo interesante es que, como toda política pública, el modelo de elecciones no ha sido lineal ni definitivo. Sus logros —la alternancia, la consolidación de instituciones autónomas, la paridad de género— conviven con desafíos persistentes: participación de minorías, control de los recursos, regulación de tecnologías digitales y desinformación. La reforma en ciernes debe solucionar los nuevos problemas en el quehacer democrático, involucrando al Congreso, autoridades electorales, partidos políticos y ciudadanía.

Reconocer al sistema electoral mexicano como una política pública implica desplazar el debate hacia cuestiones amplias: ¿qué problema público queremos resolver con cada cambio?, ¿qué actores participan y con qué intereses?, ¿cómo se evaluarán los resultados?. Solo entonces podremos hablar de un sistema que no solo administre votos, sino que fortalezca nuestra democracia.

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Hilda Hermosillo Hernández
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