Sanseacabó… de nueva cuenta

Me levanté pronto, todavía de noche. Hacía un frío casi siberiano, lo que es mucho decir y, la verdad, una exageración. Serían las seis y media de la mañana.

Como todas las mañanas bebí un poco de agua y me senté a esperar. No es que medite, ni nada por el estilo –no sabría cómo hacerlo–, pero suelo sentarme a pensar unos minutos, antes de encender la televisión y antes de encender el primer pitillo de la mañana. ¿Qué pienso? Pues a saber, yo a esas horas no es que ande muy católico. A los 15 o 20 minutos enciendo el televisor; tengo una norma: no ver el teléfono antes de que pase, al menos, media hora. Abajo escuché unos pasos, el chirriar de una puerta.

Nada extraño, ni nada de qué alarmarse: mi hijo acababa de despertar y daba señales de vida. Aunque alternó su vacación quedándose conmigo, o con su madre, pronto, su presencia se volvió de nuevo común. Lo doméstico que se impone de manera tan fácil; aquí en esta casa pasó la década previa a su partida y su presencia, aún en su ausencia, es permanente.

Despertar y saberlo por allí, bajar a la cocina y verlo preparando café, pasar por la biblioteca y verle allí leyendo, o frente a su portátil, es parte de mi paisaje afectivo, aún cuando apenas pasa aquí dos o tres semanas al año, y ya son casi cinco años de que se marchó, bien lejos, ciertamente.

Pero esta mañana era distinto, pues era el día programado para su partida.

Fue en junio, hace más de medio año que no le veía. Una tarde nos fuimos a Olavide a un bar a charlar cualquier cosa, más tarde a un extraño restaurante en una placita escondida de Chueca, a cenar, y a eso de las once, en medio de una muchedumbre, nos despedimos en plena Gran Vía: él iba a una cena y yo a cerrar maletas, a mi hotel, para volverme muy temprano a la mañana siguiente.

Esta mañana el camino al aeropuerto fue pesaroso. Yo estoy orgulloso de cómo va haciendo su vida y él mismo tiene esa ansia de futuro de los jóvenes que ven que todo lo que tienen enfrente es futuro. Aunque siempre sobrevuela en esas despedidas la nostalgia, el acostumbramiento a los hastíos dulces de lo doméstico.

Ya vuela a su destino, y luego del abrazo y la despedida, su cabeza seguramente llena los vacíos de la ausencia con los planes de mañana. De eso se trata. Los jóvenes han de volar y los mayores vemos desde la lejanía cómo zarpa el barco y el oleaje del tiempo va borrando la estela de espuma que deja el navío que se pierde en el horizonte.

La ley de la vida, como lugar común y como realidad.

El primer avión partió y yo tomé el camino de regreso a esta casa que fue la suya y ahora es sólo el hospedaje pasajero donde se deja acariciar por los recuerdos, todavía tan cercanos y tiernos que apenas duelen; su presencia y su ausencia me oprimen a mí, como me oprime este silencio, donde no gritan ni el olor del café, ni el chirriar de las puertas.

La primera vez que le fui a ver, hace ya casi cuatro años, nos despedimos frente a mi hotel de entonces, en la calle Princesa. Antes de que cruzara la avenida, a tomar el autobús que le llevaría hasta Ciudad Universitaria (desde donde estábamos se veía el Arco de Moncloa, cerca de su casa de entonces), le di un abrazo y tuve la debilidad de comentarle que la despedida me ponía triste.

–A mí también –dijo. Pero quiero que sepas que nunca en la vida me había sentido tan feliz y tan pleno.

Cruzó la calle, abordó el autobús y me lanzó un abrazo desde la ventanilla, Luego un amigo me llevó al aeropuerto y yo fui quien hice el largo camino a casa, pensando que si él se siente así, eso me conforta y me justifica.

Abur.

Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.  

Imagen

Agustín Morales
Sección

Keywords

Noticias, BI Noticias, Radio BI, Gran Vía, Viaje, Relatos

Balazo

En la opinión de

Título SEO

Sanseacabó… de nueva cuenta

Editor Redacción

Activado

Retuitear Nota

Desactivado