Viaje al corazón de alguna parte

Pensaba escribir, desconcertado como estoy, sobre el viaje al corazón de las tinieblas, no el de Conrad, sino mi particular descenso a los infiernos burocráticos, a los que desciende uno cuando pretende realizar aquí algún trámite con un bien inmueble, guiado no por Virgilio “el más dulce de los poetas”, sino por algún sufrido fedatario público que en lugar de una égloga nos suelta, con la cara de quien acaba de echar un vistazo al quinto círculo infernal, eso de “es ahí no se arregla nada”.
Eso me recuerda a Valle Inclán que, parafraseando aquel verso dantesco (Canto I, verso 66), “qual che tu sei, od ombra od ome certo” (“ya seas sombra u hombre cierto”: uso la traducción de Ángel Crespo), usó lo que llama Tito Monterroso su “inmortal imprecación”: caminaba mi tocayo don Ramón María cerca de un cementerio, a altas horas de la noche, cuando vio pasar unas unas torvas figuras, a las que apeló con su famosa pregunta: “¿Sois almas en pena o sois unos hijos de…”
No escribo de ese calvario por dos motivos principales: el primero: no voy a ganar nada expresando mi desesperación; el segundo: Kafka ya refirió esos infiernos en el que el individuo enfrenta a esos poderes luciferinos, sumido en la inopia y la indefensión.
A lo que me ocupa, entonces.
Caminaba yo ayer por algún lugar cuando me crucé con una señora que, como si me conociera de algo –su rostro me pareció familiar, pero la verdad es que no pude reconocerla–, me lanzó un sonriente reclamo: «¿Por qué ya no escribe de viajes?» Yo, que no suelo ir por la vida dando explicaciones, sonreí amablemente, me encogí de hombros y seguí mi camino.
Pero como sea la respuesta es sencilla: no puedo escribir de viajes salvo cuando viajo (no me voy a poner a inventar que ando en Anatolia capturando especímenes de grajos, si estoy en mi casa encerrado), y no viajo lo que me gustaría hacerlo; vuelvo a proponer a todos los que, dicen, disfrutan de mis reseñas viajeras, y se lamentan de su escasez, la salomónica solución que ya he puesto sobre la mesa: denme una beca para andar por el mundo y yo con gusto escribo de mis aventuras por la Toscana, mis expediciones de submarinismo en el Mar Rojo y de todo lo que quieran y gusten.
Como sea esta mañana –por pura necesidad de no pensar en el laberinto de antes–, hice un viaje: uno al corazón de la infancia, a propósito del desorden matutino en nuestras calles, por el regreso a clases.
Fue un viaje a un rincón remoto. Recordé qué, tras las esmeradas lecciones de la tía V., con aquel “Libro mágico” (‘mi mamá me mima, mamá mima a mimí.’), alguien que pensó que yo era una lumbrera precoz, decidió que podía comenzar la primaria por el segundo grado y a los cinco años (lo que además de ser una barbaridad causó no pocos problemas en mi psique infantil y en mi desarrollo ulterior, como está de sobra comprobado).
En fin, que soy tan viejo que aprendí a escribir en esa vieja caligrafía en desuso y comencé la instrucción (que no educación, esa ni la conozco), cuando se iba a los colegios en horario matutino y vespertino, hasta que a mitad de la primaria llegó no sé qué reforma (del resucitado Echeverría), con horario corrido, letra de molde y, poco después, con puras cosas del chamuco: educación sexual –que ni tanto–, la teoría de Darwin, la exaltación de los héroes del tercermundismo: Mao, el Che, Fidel y algunas barbaridades de ese tipo.
Pero el primer día de clases, al margen de las protestas de una señoras muy pías, era siempre el inicio de una aventura: el muermo de las vacaciones que llegaba a su fin, los compañeros de clase, los Libros de texto gratuitos: ‘La Patria’ de González Camarena, con el retrato de Victoria Dorenlas mirando a algún lugar (el futuro o el abismo), con su vestido blanco, su bandera en una mano, su libro y de fondo una águila con una serpiente en el pico; el olor del plástico con que forraban los cuadernos, el olor de la plastilina, el estuche de geometría; incluso, alguna vez, alguna maestra guapetona, o una compañerita nueva de no mal ver.
¡Qué tiempos aquellos!
Quién le iba a decir a aquellos niños que el tiempo pasaría, que los misterios de la aritmética, el significado de los colores  la Bandera Trigarante, y los detalles de la traición del pérfido Pitaluga, entre otros muchos asuntos, los llevarían a ser bachilleres, a algunos licenciados y maestros –a algunos más, como es mi caso, hasta a ser doctores con fama de tener alguna red neuronal en funcionamiento–. Y que un día extrañaríamos tremendamente tener otra vez siete años. y parches en los pantalones.

Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión

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Agustín Morales
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