Vivir del aire
Nietzsche, Kierkegaard, luego Husserl, después Heidegger (y los nazis, por supuesto). Yo sabía de esos señores lo poco que puede saber un estudiante de periodismo que, casi por casualidad, llevó un par de cursos de filosofía, alguno de sociología, un par más de teoría lingüística. Un día, seguramente por puro snobismo, compré los Prolegómenos (a toda metafísica... etcétera...) de Kant: una edición primorosa de Aguilar –aquellas de papel arroz–, de la que no entendí ni dos frases.
Yo más bien entré a esos asuntos del pensamiento elevado –dejando los elementales conocimientos con que nos barnizó Alejandro Mora, venta de su librito incluido– por una puerta falsa: los estructuralistas, que eran canónicos en las universidades mexicanas de hace 40 años, cuando casi todo mundo (Barthes, Foucault, Derridá, Todorov), ya habían abandonado el barco. Y en hora buena. Siempre salía a cuenta Nietzsche. Y sigue saliendo. Carnap, Althusser, o el mismo Bertrand Rusell, no eran sino referencias fantasmales en textos de los que tratábamos extraer una nota mínima. Yo, como todos los de mi generación, veíamos en esas soporíferas clases sobre esos ilustres señores sabios, impartidas por maestros que entendían del asunto lo mismo que nosotros –casi nada–, una frontera que cruzar, cuando no una pérdida de tiempo.
¿Qué diablos nos importaban a nosotros las preocupaciones de Popper por la unidad de las ciencias?
De alguna manera el asunto comenzó a interesarme, como pasatiempo, como material de lectura. Bien visto la filosofía puede ser divertida, según se mire: desde Diógenes a la fecha, hay filósofos que, siendo unas lumbreras, podían ser muy divertidos. El propio Nietzsche amenazando por cartas a Bismarck y al mismísimo Kaiser; Wittgenstein perdiendo los estribos y amenazando a Popper con un atizador de chimenea; Althusser enloqueciendo y cometiendo la barbaridad de ahorcar a su esposa Héléne.
Ya lo de los estudios de lingüística fue otra cosa: el interés de ponerle orden a mis lecturas, siempre sabiendo que doctorarme en Filología Románica no era precisamente un pase a ningún tipo de prosperidad, en el entendido de que ese aprendizaje era cosa muy mía, mientras me buscaba la vida de otras y muy diferentes maneras.
Pues resulta que hace unos meses me incorporé a la plantilla docente de un doctorado en Ciencias de la Educación, con la novedad –siempre para mí–, que se trata de un curso que se da íntegramente en línea y que mis alumnos, todos, son suramericanos. Una experiencia fascinante.
Había una clase que me resistía a impartir (Epistemología); decía a mis empleadores que, gracias, pero que yo diera tal clase, era como si me pusieran a dar catecismo... Aquí viene una cita del novelista Kurt Vonnegut, que por cierto leí en una entrevista al también escritor Kazuo Ishiguro: “Soy un agnóstico que respeta mucho a Jesucristo”.
Finalmente decidí tomarla y esa fue una decisión feliz. Releer a Habermas, al segundo Wittgenstein, a Vattimo, a Bunge, disertar sobre ellos (sobre lo poco que les entiendo, de verdad), examinar a mis alumnos sobre ética y política en la obra de Popper, no sólo me regala largas tardes de soledad alegre, aquí en mi estudio, sino que además se ha convertido en mi modus vivendi.
Alguien me preguntaba que cómo iba con mis clases: «Es la primera vez que me pagan por hacer lo que me gusta», respondí.
Que eso me pase en la víspera de mi sesenta aniversario, me llena de esperanza, pues en la radio me dejan disertar libremente, y mis clases (más algunas que doy sobre arte y arquitectura) me resultan instructivas y emocionantes, de tal manera que quizá un día consiga cumplir mi sueño máximo: el de reencarnar en Memo Celis y que me paguen por ir a ver y narrar juegos de las Grandes Ligas. Por ahora me conformo con Bertrand Rusell mediando para que Wittgenstein no le propine a Popper un golpe de atizador en la cabeza, por el crimen de afirmar que existen los enigmas filosóficos, o los imperativos morales, o algo así.
Abur.
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