¿El buen qué?
Habrá que viajar al pasado, por allí del cambio de milenio para rastrear mi último, y casi único, pedido de un artículo por la internet.
Unos años antes, en 1994, un tipo que se llama Jeff Bezos, y que entonces andaba en donde casi todos andamos, en la quinta chilla, y que tuvo una idea que entonces sonaba revolucionaria y, visto lo visto, lo fue, amén de muy pero muy lucrativa; el señor, hasta donde entiendo es de los mega millonarios más grandes de este mundo. El entonces joven Bezos, en su cochera de la ciudad de Seattle, abrió una tienda de libros por internet, que era una cosa que casi nadie tenía, en todo el planeta.
Sobre cómo esa idea cambió la manera en que compramos y vendemos, la expansión de Amazon y otros asuntos, que se encarguen los historiadores de esos asuntos y los biógrafos de Bezos, entre los que no me cuento.
El asunto es que sería el año 1999, o acaso ya el 2000, y yo estaba de regreso en esta ciudad. Seguramente en el Babelia de El País, fue que leí la reseña de aquel libro y me apetecía leerlo. Se trata de ‘Q’, firmado por un inexistente Luther Blisset (en realidad cuatro escritores italianos), que guardo por allí, en algún lugar de mi biblioteca.
Abrí la cuenta correspondiente, hice el pedido y luego esperé largas cuatro o cinco semanas hasta que, con un remitente alemán, me llegó el paquete. Lo abrí, lo leí, me gustó y fin de la historia.
Poco más tarde hice lo mismo con varios volúmenes que adquirí en la Casa del libro española, hasta que dejaron de hacer envíos a México, creo recordar. Desde entonces, y estoy hablando de veinte años o más, no he vuelto a pedir nada a ningún sistema de ventas. Cuando he necesitado algo que es más fácil, y sobre todo más barato, si se adquiere por estos servicios, suelo pedirle a alguien que haga el pedido por mí. Yo que soy de poco molestar, he pedido ese tipo de favores no más de tres o cuatro veces en la vida (unas zapatillas de ciclismo, alguna colonia inglesa y poca cosa más).
Es por esto que no deja de sorprenderme –aunque no tanto, la verdad: el mundo está lleno de barbajanes y timadores–, la cantidad de paquetes que, según mi correo, mi servicio de mensajes telefónico y mi mensajería del teléfono, ya están a mi disposición, según mensajes de la propia Amazon, Mercado Libre, eBay, FedEx; mientras que por la misma vía me bombardean lo mismo con ofertas legítimas (o que lo parecen), que con avisos de alertas por cargos de bancos en los que nunca he puesto un pie, incluido el Banco Longoria, y en donde menos tengo cuentas –para tenerlas necesitaría tener el dinero que no poseo.
Respecto a irme a apretujar a una tienda o a una grande superficie, para acabar metido en un zafarrancho por una pantalla plana de mil pulgadas, o lo que sea, que además no necesito, basta saber que soy de naturaleza huraña, que los tumultos me ponen el cuerpo malo y que soy muy de comprar lo estrictamente necesario.
Ahora bien, necesitaría vivir en lo alto de un cerro, viviendo como eremita, y alejado de la sociedad, para no enterarme que las compresoras en la tienda Tal tienen un 20 por ciento de descuento, o que los cosméticos en el supermercado Qual, están a dos por tres, asuntos que me importan un rábano, pues ahora mismo no pretendo poner una carpintería, ni convertirme en una Drag Queen.
Entiendo, que pasado el mentado Buen Fin, vienen las ventas verdes, las baratas nocturnas, los viernes negros, las baratas anuales y otras plagas bíblicas en las que, como es mi costumbre no pienso comprar ni un mísero clip, en lo que es una de las razones principales por las que no celebro las Navidades, ni ninguna otra festividad en la que, se supone, tengo que gastarme el dinero que con tanto sudor de mi frente me gano.
Que les aproveche y abur.
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