Los empeños humanos y el San Lunes

Como tenía asuntos de trabajo que atender a primera hora, los rayos de sol me indicaron, a eso de las seis de la mañana, que había que pegar el salto de la cama y ponerme a la faena. Como siempre, me senté en el borde de la cama, que es donde permanezco cinco, diez minutos, recordando: nombre, edad, estado civil, profesión, filiación política (ninguna, como cada mañana), y todos eso datos que me recuerdan quién soy, dónde estoy y me recolocan en el mundo.

Mientras preparaba el primer café, pensé que los habría que, a esas horas, regresaban a sus casas como miembros rezagados de las retaguardias de los combatientes de la molicie de los festejos, que estaban concluyendo esta madrugada.

Mientras arrancaba el ordenador, me imaginé a cada cual haciendo el recuento, el de las ganancias, los unos, y el de los años los otros.

Algunos se fueron a dormir contando mentalmente las millonadas recién ganadas con el sudor hepático del prójimo; algunos otros cayeron como héroes derrotados, para luego despertar y hacer cuentas de los deberes: lo mucho gastado, lo mucho bebido, las relaciones perdidas, las amistades ganadas, las deudas contraídas… Dice la leyenda urbana que los niños por venir el próximo y cruel invierno.

Es un lugar común, pero es cierto que cada cual habla de la feria según le haya ido en ella. Como en todo en la vida, unos pocos pueden hablar las mil maravillas que les trajeron los festejos, mientras que los más, si son sinceros, mucho han de decir eso de que lo bailado nadie se los quita, para no caer en depresión.

Por allí ya escuché algunas cifras alegres, como los famosos Alegres del Barranco (que yo hace unas semanas no tenía el disgusto de ni saber su nombre); como a los que hacen las cuentas –de visitantes, de la derrama económica y etcétera–, les creo menos que a los que ahora quieren ser juzgadores y nos prometen una justicia luminosa, me limito a decir que como nada me consta, nada puedo decir.

Yo me limito a mi única visita por la zona, la del viernes pasado: a los toros y de allí a mi casa, donde pude constatar dos cosas: que el gentío resulta abrumador, aún en la periferia del área, la primera; y que, la segunda, esto de los toros está cada vez más alejado de la Fiesta que a mí me gusta.

Para no insistir en los tópicos que repiten los taurinos –entre los que no me cuento, líbrame los cielos–, me limitaré a decir una cosa que voy repitiendo, cual Casandra la del cuento: que la Fiesta va en declive, y no por culpa de los animalistas, y que la única justificación que tienen las corridas, al margen de discusiones que son de lo más ramplón, en ambos bandos, son su carga ritual, sus valores estéticos y su condición tradicional.

Cuando escuché a un señor –iba a decir a un bembo, pero no vaya yo a ofender a nadie–, agarrar el micrófono desde el palco de la autoridad, para explicarle a los del público –iba a decir a los villamelones, pero tampoco quiero faltarle a nadie–, qué diablos estaba pasando con la charanga del ruedo, me imaginé una ceremonia religiosa donde una voz ‘en off’, que se dice, les explica a los asistentes las partes de la misa; no vayan a confundir el oremus con el Erasmus.

Si de eso va la cosa, de espectáculo poco espectacular, caro y tedioso, prefiero ir al cine a ver un melodrama con Libertad Lamarque.

El resto es hacer un recuento rápido de cómo me fue en la feria: muy bien y sin gastarme ni medio centavo.

Abur.

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Agustín Morales
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