El olor de la guayaba, o algo así.
Hace muchos, muchos años, cuando uno todavía podía salir a estas carreteras nuestras sin jugarse el tipo, en aquellos tiempos idos en que vivía en Guadalajara, de vez en vez, cuando tocaba vuelta a casa, decidíamos salir por la zona de los cañones: la Barranca de Oblatos, Moyahua, Juchipila, Apozol, Jalpa…
Parábamos en un comedero que había en Moyahua a desayunar y con calma, sin sentir riesgo alguno, entrábamos al estado por Calvillo; recuerdo que de vez en vez nos cruzábamos con un camión de carga, repleto de guayabas, cuyo aroma nos acompañaba un par, tres o hasta cuatro kilómetros.
Yo voy poco, muy poco, a Calvillo, por la sencilla razón que casi nunca se me ha perdido nada allí.
Fuí hace un par de años, en un extraño pronto que nos llevó, a mí y a varios amigas y amigos, a una infame corrida de toros; poco antes al homenaje a don Poncho de Lara, pocos días después de su partida, y muchos años antes que eso a un funeral, que si mal no recuerdo se celebró en el otoño del 2001.
Justo ante la inesperada partida de don Poncho, él sí calvillense de cepa, escribí un panegírico, agradecido siempre con la manera en que me trató los años que tuve la fortuna de tratarlo, y en el entendido de que es el abuelo de mi hijo, quien sí que tiene genes calvillenses y que de su parte, y en su casa, siempre encontré hospitalidad y exquisitas maneras.
Pues de una manera más bien azarosa ese texto terminó metido en un libro monográfico sobre Calvillo; un volumen que hicieron con manifiesto cariño varios calvillenses, entre los que se encontraba Katia, una gestora cultural que fue mi alumna y, luego, durante un tiempo estuvo a cargo del Museo Escárcega, con mi apreciado Eduardo, quien me hizo una invitación que de alguna manera atendí, de tal manera que yo, que salgo de mi casa a empujones y en caso de pura necesidad, madrugué de domingo, para hacer mis cosas matutinas y a media mañana marchar para allá.
Me ahorré la manejada, que tanto me cuesta, y marché con Poncho de Lara hijo, su esposa Fer y el pequeño Alfonso III; el trayecto, dejando que me pegara el viento y viendo el paisaje, yermo pero espectacular, fue plácido –la carretera es ahora una maravilla–, y me puso a recordar los años en que habitualmente pasábamos fines de semanas y hasta pequeñas temporadas en el rancho de otro recordado hombre, este desaparecido hace ya muchos años, Francisco Velasco.
El evento, muy concurrido, fue en un museo del que desconocía la mera existencia: el Museo Nacional de los Pueblos Mágicos. Hablaron, en una de esas viejas ceremonias provincianas, los organizadores, los editores, el alcalde… Al final a los autores de los textos, nos dieron un par de libros –un volumen muy mono, con trozos de deshilado incluido: un libro objeto muy bien logrado–, un diploma y luego un agua de fresa –algunos, yo no, se despacharon con esos panes llamados “chamucos”.
Luego decidimos pasar allí un rato, mi siempre querida ex familia política preferida, que yo usé para hablar con mi hijo desde la Plaza, convertida en una pequeña verbena; para pasear un rato; para babosear un rato entre puestos con artesanía local y guerrerense; para ensordecer con la música que escupían las bocinas colocadas en casi cualquier puesto; y recordar esa extraña costumbre, ya extinta aquí, de agarrar el coche y salir a “dar la vuelta”.
Fue un baño de aromas y de sonidos, no todos gratificantes, pero que me hicieron pasar un rato por lo demás agradable, pues el pueblo conserva su encanto de siempre: una camioneta con placas de Texas, donde dos tipos malencarados escuchaban, y nos hacían escuchar a todos, corridos con hartos balazos.
Una botana de una famosa comeduría, y un par de tequilitas precedieron al regreso, de tal manera que a las 3 y pico estaba yo en casa, ahíto de olores, sabores y músicas vernáculas; no es que se me vaya a hacer costumbre, ni mucho menos, pero ayer pasé unas horas agradables, para de nuevo regresar a mi claustro habitual, donde tantos pendientes tengo –uno de ellos, este artículo, ya concluido.
Abur.
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